De qué Occidente hablan cuando hablan de Occidente? La pregunta surge al escuchar en la Argentina a influencers que predican la defensa de los “valores occidentales” y aseguran que defender Occidente es tener hijos, aunque ninguno tenga uno. Para muchos, Occidente se reduce al cristianismo (aunque son los primeros en incumplir las enseñanzas de Jesús). Pero la “civilización occidental” nunca fue un bloque puro, sino una amalgama de influencias griegas, romanas, árabes, chinas, fenicias, indias, mesopotámicas, egipcias y africanas. Nuestro alfabeto viene de los fenicios; y nuestros números, de la herencia árabe aprendida de sabios indios. Los cimientos de Occidente no son cristianos, pues el cristianismo tiene raíces judías, egipcias y más. Nos enseñaron un Occidente lineal y autónomo, ignorando la influencia de Oriente y otras civilizaciones, creyendo que la Ilustración, los derechos sociales o la democracia fueron logros del cristianismo, cuando en realidad se lograron a pesar de él y de su fanatismo.
Ese “Occidente cristiano” que hoy se presenta como guardián de la libertad y la tolerancia no llegó a esos valores por iluminación repentina: no se despertaron un día y abandonaron hogueras, censura o persecución. Hubo siglos de tensiones, debates, reformas dolorosas y luchas sociales que forzaron a instituciones religiosas y Estados a abrirse –a regañadientes– a nuevas ideas sobre derechos, dignidad y libertad. Ese mismo Occidente produjo a Tomás de Torquemada, símbolo de un poder dispuesto a perseguir en nombre de la fe. Los principios que hoy se presentan como herencia pura fueron en realidad luchas y conquistas que habrían sido tildadas de woke. Hoy, movimientos político-religiosos buscan reinstalar un “Occidente” más cercano a la Edad Media que a la Ilustración o a los cambios sociales de los 60 y 70, y de esos valores medievales hablan cuando invocan los “valores tradicionales de Occidente”: el Occidente que les gusta es el que reprime, castiga, controla y exige obediencia y sumisión.
Tras la caída del Imperio romano, gran parte del saber griego se perdió o fue perseguido por fanáticos cristianos, y fueron los árabes quienes lo redescubrieron, tradujeron y conservaron durante los siglos medievales más oscuros. La base misma de lo que hoy llamamos Occidente fue rescatada por ellos; devolvieron la filosofía griega en un tiempo en que la Iglesia católica perseguía y prohibía esos textos.
Los templos paganos fueron atacados. La famosa biblioteca de Alejandría fue arrasada por fanáticos que años después asesinaron a Hipatia de Alejandría, mujer y una de las mentes más brillantes y científicas de la historia. Defendía la razón, la ciencia y el conocimiento frente a la superstición. En 415 fue arrastrada de su casa por una multitud cristiana, desnudada en una iglesia, lapidada, descuartizada y quemada, marcando un quiebre en la era de la razón y en la historia del pensamiento libre.
La historiadora británica Catherine Nixey nos recuerda en La edad de la penumbra (2017) que la Academia de Platón, con casi un milenio de historia, cerró sus puertas para siempre, y ni la Acrópolis se salvó. Aunque se dice que la Iglesia preservó el latín y el griego, en realidad destruyó todo vestigio del mundo cosmopolita de Alejandría y Atenas, convirtiendo la sabiduría en necedad. Se prohibieron obras de filósofos y la de Demócrito (incluida su teoría atómica, que desapareció por completo). Solo sobrevivió el 1% de la literatura latina y el 99% se perdió. Nixey señala que, por primera vez, todo, desde la comida hasta el sexo, quedó bajo control religioso.
Primero el cristianismo se estableció como religión oficial. Y ya en 529, Justiniano I prohibió que los filósofos enseñaran, obligó a bautizarse y cerró todas las escuelas filosóficas paganas. Poco después, los últimos siete filósofos de la Academia de Platón huyeron a Persia con las pocas obras que quedaban. Atenas dejó de ser un lugar para filósofos: la Academia cerró tras 900 años, se quemaron bibliotecas y se rasparon pergaminos grecolatinos para escribir oraciones religiosas.
El cristianismo hizo creer a generaciones que su “victoria” había sido celebrada por todo el mundo, y estas se lo creyeron. Basta visitar el Museo Arqueológico de Atenas, donde la cabeza de Afrodita, hallada en 1889 y llamada la “Afrodita cristianizada”, aparece desfigurada con una cruz en la frente, ojos rotos y sin nariz.
Más tarde, el trabajo de Copérnico fue restringido y Galileo Galilei tuvo que retractarse del heliocentrismo bajo amenaza de prisión, mientras sus libros quedaron en el Índice de Libros Prohibidos elaborado por la Iglesia católica (índice vigente desde 1564 hasta 1966), junto a Descartes, Montesquieu, Bruno, Hobbes, Víctor Hugo, Hume, Kant, Voltaire, Sartre y otros.
En la Universidad de París, fundada en 1150, se debatía sobre Aristóteles, y en 1210 se prohibió leer o enseñar sus obras bajo excomunión. Siglos después, Giordano Bruno defendió la infinitud del universo y la existencia de otros mundos, ideas que chocaban con la teología dominante, por lo que fue arrestado y quemado en Roma en 1600. La Inquisición, iniciada en Francia en 1184 y consolidada en España entre 1478 y 1834, controló enseñanza, investigación y difusión de ideas mediante tortura y condenas a la hoguera, limitando la libertad intelectual durante siglos. Como sostuvo la activista estadounidense Catherine Fahringer, “estaríamos mil quinientos años más adelantados si no hubiera sido por la Iglesia, arrastrando a la ciencia y quemando nuestras mejores mentes en la hoguera”.
Nixey señala que Occidente heredó de Pablo y Agustín la vergüenza sexual, y que tardó más de mil años en ver la homosexualidad como algo distinto de una perversión y un delito, visión que hoy los movimientos de la nueva derecha intentan reinstaurar. Hubo estricto control religioso sobre el cuerpo de la mujer, y las quemas de brujas hasta el siglo XVIII fueron el primer femicidio colectivo legalizado por Estado e Iglesia. Juan José Sebreli sostuvo que la sexofobia de las religiones está en la base de la discriminación femenina, reflejada en la incineración de viudas en el hinduismo, la lapidación de adúlteras en el islam, la quema de brujas en el cristianismo y la misoginia que conduce al femicidio. También que el Talmud ordena agradecer a Dios por no haber nacido mujer, y la Biblia la presenta como creada de la costilla de Adán, vinculada al pecado. Agustín demonizó el “segundo sexo” y Tomás de Aquino lo consideró defectuoso y subordinado, reduciéndola a instrumento reproductivo y alimentando el control religioso sobre su cuerpo, expresado en el tabú de la virginidad y el pecado del placer sexual; en suma, todo era “una prédica constante de obediencia a lo establecido por injusto que sea”.
Muchos confunden lo político con lo espiritual, presentando Occidente como la “cuna de la libertad” nacida del cristianismo, lo que es un absurdo histórico: una cuna de la que no se puede salir no es cuna, es jaula. Hoy parece percibirse un intento de regreso de la cruz, de las cruzadas, de un pasado teocrático que vuelve a tentar a las sociedades con falsos profetas. No podemos permitirnos retroceder a un mundo más medieval que democrático. La democracia, el progreso social y los derechos (incluida la libertad religiosa) fueron construidos a duras penas, y no gracias a la religión sino a pesar de ella. La religión debe quedar en la vida personal, no dirigir la política.