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Hipocresías del problema policial

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Aislados, parecen no tener conexión. Sin embargo, la detención del ahora suspendido jefe de la flamante Policía de la Ciudad y el crimen de la joven Araceli Fulles en la Provincia están atravesados por varios hilos comunes. El descontrol de las fuerzas de seguridad es uno. La negación social del problema, otro. Hay más, claro.

José Pedro Potocar asumió en enero al frente de la Policía porteña. Apenas tres meses más tarde resultó acusado por el fiscal José María Campagnoli. Y el juez Ricardo Farías lo detuvo, en el marco de una causa en la que se investiga una vasta red de coimas, en la que otro comisario está prófugo y de cuya historia nos ocupamos en esta edición de PERFIL.
Ayer, en este mismo diario, la hija de Potocar sostuvo que su padre es víctima de una operación. Puede que tenga razón. O no: los hechos que tiene demostrados la Justicia porteña son prácticas de recaudación ilegal tradicionales de la policía. Acá en Buenos Aires, en Rosario, en Córdoba, en Ushuaia o en La Quiaca. Comisarías convertidas en una suerte de shoppings o Saladitas (según la zona) del negocio de la inseguridad.

Protección rentada, zonas liberadas o participación directa en actividades delictivas son actitudes policiales que se han convertido en una tradición, no sólo en la Argentina. Nuestra degradación social, y sobre todo moral, convirtieron en aceptables o tolerables muchas de estas prácticas. Gran parte de la dirigencia política tomó idéntica actitud, o lisa y llanamente se asoció a esta ilegalidad como método para financiarse.

No hay sólo intereses espurios detrás de esta complacencia, que hace que nadie deba sorprenderse de este estado de cosas, sino, en todo caso, que no hayan explotado antes o que se sigan reproduciendo. En ocasiones, demasiadas tal vez, actúa el miedo, la extorsión. El célebre narco colombiano Pablo Escobar reactualizó un viejo axioma de la mafia para derribar resistencias: plata o plomo. La mafia policial también apela a esos métodos.

La reacción del Gobierno de la Ciudad sobre Potocar podría resultar un punto de inflexión en la impunidad no ya del jefe de la seguridad porteña, sino de una estructura que sigue abusando del poder que le da el Estado. Ojalá sea una oportunidad y no un cambio cosmético y puntual para que nada cambie demasiado. Los propios funcionarios de la administración Rodríguez Larreta admiten que es muy difícil encontrar jerarcas policiales con una foja impecable en serio, no para los medios. La Federal tiene su historia pesada y la Ciudad ha sido un territorio de pingües ingresos.

El caso Araceli nos lleva a una escena aún más densa. La Bonaerense no ha dejado de batir récords de ineficiencia e incapacidad, en el mejor de los casos, o de corrupción a gran escala. En el crimen que convulsiona por estas horas al país, no sólo hay sospechas de encubrimiento o de rastrillajes defectuosos. También se hallaron efectivos en funciones que debían estar inactivos y pruebas de delitos graves en dependencias involucradas en la investigación.

Prueba de la putrefacción creciente de la fuerza provincial (obviamente la más numerosa del país) han sido las periódicas purgas a las que fue sometida en los últimos lustros. La gestión de María Eugenia Vidal ya encaró al menos dos, la última de las cuales fue adelantada por PERFIL la semana pasada.

No debería impresionar la difusión de multimillonarios patrimonios en decenas de comisarios bonaerenses, tal como lo expusieron las autoridades. Pero aun así, los niveles de vida pornográficos de muchos policías no terminan siendo muy diferentes a los de políticos, sindicalistas y personajes que no podrían jamás justificar cómo se enriquecieron tanto y tan rápido.

Para ello, muchas veces cuentan con la inestimable colaboración de jueces y fiscales con características similares a las descriptas. Incapaces o corruptos. Como lo reconoce un importante funcionario de la Gobernación, también Vidal busca intentar desarmar ciertos tarifarios en juzgados y fiscalías que han generado jugosos crecimientos económicos.
Sería ilógico que los policías fueran distintos a la sociedad que los cobija. Eso es tan cierto como el hecho de que va siendo hora de que nuestra democracia dé respuestas y ejemplos desde el Estado de un servicio público más transparente, profesional, honesto. En especial si van armados en nombre nuestro.