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Homeland

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Sucede en el corazón mismo del imperio. Las imágenes de la Casa Blanca y en el Obelisco consagrado a George Washington, desfilan en una amalgama infinita de vistas seductoras. Ahí, en el núcleo duro del poder y, sobre todo, en la vecina Langley, donde tiene su cuartel general la Agencia Central de Inteligencia (CIA), se despliega una trama de potencia eléctrica televisiva sin precedentes, hasta ahora 24 capítulos que, doy fe, me atornillaron sin piedad a la pantalla. Pero ¿por qué es importante Homeland?

Días atrás, en medio del batifondo argentino, alguien dijo que desde el gobierno argentino se le había pedido ayuda a “Homeland Security” de los Estados Unidos para que lo ayudara a descubrir la identidad de tuiteros argentinos sumados a la causa de la reposición en sus funciones del fiscal José María Campagnoli. Típica astracanada argentina, además de no entenderse por qué los medios argentinos escriben “Homeland Security” en vez de la traducción correcta, Seguridad Interior. La serie Homeland es otra cosa, una marca registrada. Pero el ridículo de imaginar que el departamento creado por el presidente George W. Bush en noviembre de 2002 como réplica al atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 podría andar detectando tuiteros antikirchneristas en la Argentina es comprensible en el marco de la arcaica y aldeana mentalidad prevaleciente aquí. Homeland es otra cosa; es la versión ficcional de una realidad desplegada hace ya unos veinte años y que en 2001 mutó en amenaza temible, la ofensiva de un terrorismo a escala de barbarie, seguida de una réplica insensata lanzada por Occidente, primero en Afganistán y luego en Irak.

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La historia de Homeland toma al televidente por las solapas o, si se quiere, por los hombros. El sargento de infantería de Marina de los Estados Unidos, Nicholas Brody (imponente desempeño del actor Demian Lewis) ha sido rescatado por sus compatriotas tras haber permanecido secuestrado, torturado y sometido durante ocho años en territorio iraquí, en manos de un grupo sobreviviente de Al Qaeda. No más llegar Brody a los Estados Unidos tras su temporada en el infierno, la CIA advierte cosas raras en el comportamiento del marine, recibido como héroe nacional por el propio vicepresidente y la plana mayor del Pentágono. Entra en escena Cathie Mathison (espléndida y asombrosamente dúctil Clare Danes), una analista de la CIA con enorme destreza también en el campo operativo. Desde que ve desembarcar a Brody en Washington, Cathie, que padece de desorden bipolar, tiene una intuición incontenible: el marine Brody ha vuelto transformado, es muy probable que haya sido dado vuelta por los terroristas en años de tormentos infinitos y trabaja ahora para ellos al servicio de un magnicidio indescriptible. Odio los spoilers y no me propongo arruinarles la fiesta a quienes no se ha visto aún a Homeland, producida en los Estados Unidos por Alex Gansa y Howard Gordon, basada en la serie israelí Hatufim (Prisioneros de guerra) creada por Gideon Raff y hecha realidad por Ran Telem y Avi Nir.

La saga recorre, y esto debe decirse, aspectos delicados y truculentos de la maquinaria del poder norteamericano, reformulado totalmente luego de aquel inolvidable 11 de septiembre de 2001. Las complicidades políticas menudas entre un vicepresidente que quiere llegar a la Casa Blanca convertido en un súper halcón, y cuadros prominentes de la CIA consagrados a asegurar su propio futuro, es uno de ellos. Otro es el fenómeno inverso, como la peripecia de Saul Berenson, jefe de la analista Cathie. Berenson cobra vida en la interpretación descomunal del gran Mandy Patinkin, poniendo el cuerpo a un veterano y ríspido operador de la Agencia, cuya vida matrimonial ha colapsado tristemente, pero que brilla como uno de los cuadros más astutos, inteligentes y sólidos de la CIA.

La obra aporta cataratas de voltaje dramático difícil de encontrar en la TV habitual. De hecho, yo vi los 24 capítulos en cuotas de dos y hasta tres por noche, una verdadera adicción. ¿Por qué? Una primera explicación es que Homeland muestra el accionar despiadado del terrorismo islamista pero, en paralelo, exhibe la inmensa capacidad del aparato de seguridad nacional de los Estados Unidos para hacer daño de manera totalmente irresponsable. No sólo no hay una tipificación grosera de buenos y malos en términos primarios, sino que –antes bien– lo que Homeland revela es el rostro de la maldad en sus formas más diversas, en un marco de audacia espectacular y asombrosas demostraciones de excelencia profesional (¿cómo volver a ver televisión argentina después de esto?).

Traidores, infiltrados, operativos espectaculares en capitales árabes y episodios de escalofriante violencia en el corazón de Washington DC, se suceden, acompasados con historias de amor y escenas de sexo de penetrante crudeza. Agentes de la CIA, mujeres norteamericanas al servicio del terror islamista, relaciones íntimas en las que se cruzan aparentes enemigos, todo el fresco es apasionante. Nadie oculta las ilegalidades y las brutalidades lanzadas al ruedo por los Estados Unidos ante el desafío del terrorismo. Tampoco la desaforada lucha de competencias entre agencias de seguridad (CIA, FBI). Sin embargo, se rescata con decencia la sabia índole religiosa del islam, depresivamente manipulado por los jefes terroristas en su desesperada lucha por regresar a la época de los califatos medievales. Revancha y supervivencia entran y salen de escena, con picos de virtuosidad televisiva que, literalmente, cortan el aliento. Lo que me impresiona más y sobre todo, es la nueva demostración de audacia profesional y decencia ética de una televisión que brilla por su capacidad inigualable de ofrecer una mirada autocrítica despiadada sobre las acciones de los Estados Unidos. Es un arsenal formidable y, me temo, largamente insuperable. Los 12 capítulos de la tercera temporada de Homeland no llegaron aún a Netflix, pero no creo que en ellos se ocupen de identificar a los defensores de Campagnoli.

 

*www.pepeeliaschev.com –  @peliaschev