COLUMNISTAS
A diez años del descenso

Independiente, una década perdida

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Llanto e impotencia. El descenso del Rojo es irreversible. Se viene un año en la B Nacional. | NA

Se supone que tocar fondo debería generar un quiebre, marcar un punto de inflexión para mejorar en todo lo que venga después. Hacer pie en el último subsuelo debería dejar alguna enseñanza. El Loco Bielsa lo explica cada vez que le hacen un planteo resultadista: “El fracaso es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes”. El aprendizaje ante todo, las malas experiencias como cimiento.

Lo sé, esto tiene el tono de esas frases de superación montadas sobre fotos de un amanecer que tanto rinden en las redes sociales. No es el caso. Nada más lejos que proponer un mensaje de autoayuda. Acá vamos a hablar de Independiente.

Esta semana se cumplieron diez años del descenso del Rojo a la B Nacional. Lo que parecía imposible, esa pesadilla que le ocurría a los otros, la padecimos nosotros el 15 de junio de 2013. Fue una tragedia que nos marcó, una fecha que atravesó la historia. Pero lo más dramático es que aquel 15-J no impulsó un nuevo paradigma ni generó una toma de conciencia para evitar posibles recaídas. Hace diez años, podríamos decir, en Independiente comenzaba la década perdida.

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Ocho fechas antes del sábado desgraciado había arrancado Miguel Brindisi como entrenador. Llegó con la bendición de Grondona, lo que provocó una ilusión razonable. Don Julio no iba a permitir que descendiera el club que lo había llevado a la AFA.

Primer error. A medida que el desenlace se acercaba, inexorable, recurrimos al milagro. Aunque beneficiara al Diablo, nos merecíamos un gesto divino. Nos equivocamos de nuevo. Con el hecho consumado nos resignamos a pensar que íbamos a volver mejores, más fuertes, que habíamos tocado fondo y que lo que vendría no podía ser peor. Le pifiamos otra vez. Nada de lo que ocurrió desde entonces merecería ser contado en una charla TED. Y de a poco nos fuimos convenciendo: después del infierno había más.

El club siguió con la misma vocación autodestructiva que había sembrado Andrés Ducatenzeiler a principios de los 2000. Y lo peor: los hinchas naturalizamos eso de hacer equilibrio en este tobogán eterno que nos lleva hacia la nada. Nos resignamos a una comisión directiva de dos personas, al manoseo de ídolos del club, a traer suplentes como si fueran refuerzos, a sufrir el crecimiento ajeno. Nos acostumbramos a no ser lo que habíamos sido. Tan inocentes fuimos que hasta nos convencimos de que con la primavera holanista íbamos a recuperar la mística y la identidad, que con los brazos en alto era suficiente. ¡Cuánta ingenuidad!

Es triste ver como el club se deshilacha, pero más triste aún es tomar consciencia de que no aprendimos la lección. Si diez años después tenemos que hacer una colecta entre los hinchas, si seguimos preocupados por el promedio, estamos pendientes de cómo salió Arsenal y puteamos cuando al maldito Unión se le ocurre ganar un partido, entonces aquel 15 de junio no sirvió de nada. Lo único que quedó de la temporada que jugamos en la B Nacional fue una catarata de memes y chistes obvios. Ah, y una camiseta espantosa con bastones verticales blancos y rojos igual a la de Estudiantes.

Hace veinte años que los hinchas apostamos por cambios que al final empeoran lo que encuentran. El club es la evidencia de que siempre se puede estar peor. Esa idea de que tocar fondo es un punto de partida para mejorar, por Avellaneda no pasó. Rompimos hasta los manuales de autoayuda.