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Injuriar al injuriador

El autor comenta que Fogwill se había quejado en su momento de las erratas en la edición de un libro suyo en España.

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Si bien la injuria es un arte al alcance de todos, no es fácil practicarla aceptablemente, es decir, con un poco de clase y de estilo. Sobre todo cuando la injuria asume la forma de la alusión despectiva porque, a diferencia del insulto llano y directo, muchas veces revela más del injuriador que del injuriado. Por ejemplo, siempre pensé que cuando la alusión tiene destinatario pero no se menciona su nombre –y el ninguneo se suma así al agravio–, quien la practica es un cobarde.

Tampoco es fácil ser injuriado, porque se corre el riesgo de pagar con la misma moneda y duplicar la bajeza (no es excusa que el otro haya empezado). De modo que trataré de ser, si no ecuánime, al menos preciso en relación con un caso que me atañe y me produjo una mezcla de indignación y perplejidad.

El otro día me encontré con un artículo de Antonio Jiménez Morato en el blog de Eterna Cadencia. El título, “Elogio (y necesidad) del corrector”, era una invitación a leerlo: estoy convencido de que la desaparición de los correctores es un síntoma de la decadencia de la industria periodística y editorial. El autor empieza comentando que Fogwill se había quejado en su momento de las erratas en la edición de un libro suyo en España, y agrega que la última edición argentina de Vivir afuera tiene también las suyas. Luego se dedica a elogiar la obra de Fogwill y concluye el párrafo diciendo: “Hace falta ser un pésimo lector, un comentarista de cine metido a reseñista de baratillo, para no darse cuenta de la grandeza de una novela como Vivir afuera”.

De pronto me di cuenta de que se refería a mí, que en 2000 escribí en El Amante una nota contra Fogwill en la que criticaba la novela. Pero, sobre todo, protestaba frente a cierto silencio obsecuente frente a Fogwill cuando elogiaba al papa Benedicto por su oposición al aborto o repetía que no había treinta mil desaparecidos. Mi posición personal con respecto al aborto no ha cambiado, pero la otra, que entonces me resultaba una afirmación provocadora e innecesaria de su parte, hoy me parece clarividente. Tengo un recuerdo vago sobre la acalorada discusión por escrito que tuve con Fogwill a raíz de esa nota y uno mucho más agradable sobre la lucidez y la generosidad que descubrí en él en los años posteriores. Pero vuelvo a Jiménez Morato. Me cuesta entender por qué se ensaña hoy con algo dicho al pasar hace veinte años (¿será un artículo reciclado?). Por qué necesita de tildar de “pésimo lector” a quien no comulga con sus opiniones ni por qué me agrega de contrabando para acusarme, no se sabe si de ser “comentarista de cine”, “reseñista de baratillo” (fea expresión ibérica) o por atreverme a una cosa siendo la otra, como si quien habla de cine tuviera prohibido pisar el césped de la literatura del que Jiménez Morato se erige en custodio. Al aludir a mi persona sin mencionarme, la frase parece indicar que todo crítico de cine (perdón, “comentarista”, porque ni eso me concede) es un mal lector. Creo que un corrector le hubiese venido bien al artículo. Podría haber sugerido una frase injuriosa, pero que no pecara de ser enfática y vaga al mismo tiempo. Algo así como: “Hace falta ser un pésimo lector como Quintín, comentarista de cine metido a reseñador, para no darse cuenta de la grandeza de una novela como Vivir afuera”.