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basura en mar del plata (1 parte)

Invierno en verano

Mar del Plata, avenida Peralta Ramos al fondo, posee un basural. Pero este basural difiere en algo del resto de los basurales que se extienden a lo largo y a lo ancho de todo el país: posee una población estable, familias enteras que en situación precaria viven en chozas construidas por ellos mismos con desechos. Juan José Becerra fue allí, obtuvo el permiso correspondiente y se internó (mejor dicho: escaló) en las enormes montañas de desperdicios de todo lo que los habitantes y los turistas de La Ciudad Feliz descartan.

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En el verano de Mar del Plata está el invierno de Mar del Plata. El turista, ocupado en construir un suspiro de felicidad anual, lo pasa por alto. Tiene razón: euforia y depresión no tienen por qué encajar. Pero el invierno marplatense no es un brote equivocado de estación sino una presencia repetida que nos obliga a viajar, mentalmente, hacia una frialdad polar. Son fragmentos de desierto que se esparcen en la ciudad, sobre todo en aquellos sitios donde en eras muy remotas triunfaba el progreso fabril, la mano de obra colectiva, el orgullo de clase y los desfiles de overol.
Era, fue, el reinado del trabajo cursando sin sobresaltos el hilo del tiempo, cuya corona imperial fue tomando la forma, más iconográfica que naturalista, de una chimenea alzada sobre un horizonte de tragaluces dispuestos como dientes de un serrucho al revés, una figura que evocaba la partida de los barcos a vapor e impregnaba las fábricas (a su vulgarización, que siempre pareció hecha a mano alzada) de un movimiento que no podría no asociarse con la exportación.

Los fragmentos de desierto invernal que se suceden en la ciudad como una caligrafía o una puntuación urbana no son manifestaciones de naturaleza, ni mucho menos. Son jardines de cemento, bloques enormes de Pórtland, playones de asfalto sobre los que se inscriben ideografías ilegibles en surcos de brea (si alguien tomara la decisión correcta, Mar del Pata sería el Paraíso de los helipuertos). Se los ve en la zonas despobladas cercanas a los depósitos portuarios, de las que se apiadan en verano los circos que se arrumban allí con su comunidad de trapecistas, tragasables y payasos agresivos, a falta de osos sometidos a rutinas sádicas (y a la extorsión del dulce), caniches en minifaldas y monos en motocicletas. Pero también pueden hacerse presentes en cualquier recorrido. Es difícil seguir el curso de una avenida, incluso de una calle cualquiera, sin advertir, cada tanto, un depósito cerrado, una fábrica demolida o un galpón revirado por los vientos oceánicos.
Son manchas, manchas blancas o grises que no nos dirían nada si estuviésemos en la soledad del campo pero que, sin dudas, nos dicen algo porque estamos en la ciudad, donde las cosas fueron organizadas –como en todas las ciudades, desde la remota Nínive hasta la utópica Brasilia– para que se note bien que la vitalidad es, básicamente (únicamente), movimiento. Y así como las plazas evocan en su frondosidad calculada la presencia de la naturaleza (una naturaleza corregida por la incursión disciplinaria de la jardinería), esas manchas de cemento son las manifestaciones de un suspenso, el suspenso del progreso que ha dicho: “Querida mano de obra, queridas máquinas de sangre: hasta aquí hemos llegado”.

Pero no es cierto que en esas plataformas lunares, que funcionan como una memoria (por lo tanto, también son una cadena museológica de ese progreso que se suspendió) no haya nada. Sin un poder o una soberanía que pueda aplicarse sobre ellas, sirven como zonas francas y puntos de encuentro de los residuos urbanos. Los vecinos arrumban en sus espacios, no tan limpios como visibles, las sobras del día; y hasta las cuadrillas que se encargan de recoger la basura en camiones compactadores se sirven de esos espacios sin propiedad aparente para utilizarlos de depósitos transitorios.
Si esos espacios no se convierten en basurales espontáneos es, simplemente, porque su destino oficial es un terreno situado en las afueras de Mar del Plata. A diferencia de otros basurales, me dicen que éste tiene elementos particulares: tiene una población, personas, familias con hijos y mascotas que arman chozas con trozos de cartón, telas y bolsas, al lado de las cuales una villa miseria del Gran Buenos Aires podría pasar por una ciudad próspera. ¿Será así? La gente exagera. Para saber si quien dice las cosas está en lo cierto o se ha dejado llevar por las hipérboles con las que suelen traducirse las experiencias personales, estoy yendo al lugar de los hechos (el chiste fácil que surge del lenguaje me obliga a pensar, aunque no a decir: de los desechos) con la misma persona que me ha revelado, apasionadamente, los pormenores de esa otra vida de indigencia que no se parece a nada.

Se llama José Luis Castaño, y es chofer de un taxi rural, un Renault 12 rojo con un equipo de comunicación antediluviano que todavía funciona y –si no vi mal– una caja de cambios a la vista, cuyas marchas sólo engranan si a la posición que deben conservar se le añade un golpe que funciona como un gesto de subrayado o énfasis sin el cual el auto no anda. El baúl, por supuesto, tiene dos tanques de gas natural comprimido que, por la informalidad de la instalación o el uso sostenido, parece un depósito clandestino de misiles. Estar allí dentro es, aun antes de que se mueva, un viaje completo. En realidad, es más que un viaje: es un viaje más una aventura por la selva de la caducidad tecnológica o, mejor dicho, de la tecnología clásica. La dirección del auto no es asistida, ni los frenos son –ni serán– del tipo ABS, y jamás verá en su horizonte un futuro de airbag, luces antiniebla ni cierre centralizado. Pero todo lo que tiene, primitivo y gastado, ¡anda!, y anda bien, incluso por encima de las expectativas que pudiera darnos el Renault 12 si lo viéramos estacionado. No podemos evitar los prejuicios cuando vemos un auto. Los cascajos reventados nos parecen malos (nos parecen peligrosos), y nos parecen buenos los autos vintage o de lujo. Es nuestro reflejo lambrosiano el que les da un valor inmediato y equívoco, del mismo modo con que es aplicado a las personas (es tan difícil tener a raya ese pequeño radar nazi que llevamos dentro).
La cuestión es que el Renault 12 vuela camino a la avenida Peralta Ramos. Mar del Plata, es decir su área de consumo y felicidad, va quedando atrás. ¿Es así? ¿Va quedando atrás o nos estamos internando en Mar de Plata? No todo en la vida es el Sheraton de Juan José Paso, ni la histeria de Güemes, ni los boliches regados de energizantes de Alem, en cuyo parque automotor no figuran los Renault 12 (si hay alguno es porque alguien quiso hacer una broma cool), ni Honu Beach, la playa en la que esta mañana me estuve rascando un poco mientras miraba romper las olas y oía, sin remedio, un tópico playero que se ha convertido en plaga: el tópico del reagge, atizado por un DJ con dreadlocks, tablas de surf alistadas para el alquiler y barra de tragos (la suma no nos dará nunca Jamaica: nunca).

En la luneta del taxi rural se van acumulando las cosas que dejamos atrás. Por un momento milagroso se conservan en ese marco hasta que desaparecen por pequeñez más que por ausencia (las podríamos recuperar mirándolas a la distancia con binoculares). Hay un cartel que señala la entrada de un hotel alojamiento: “Son dos”. ¿Por qué? ¿Quién lo dice? ¿Y si queremos ser tres? Otro nos anuncia con unos metros de anticipación que en una granja crían, venden y entrenan pastores alemanes. Pero la reina del barrio, la reina inmóvil –un tótem amorfo más que una reina– es la entrada al cementerio. En realidad, funciona como un pasaje mental que nos traslada inmediatamente a otros niveles de asociaciones o pensamiento. Tiene el aire de un OVNI de cemento, su presencia es totalmente gratuita y tal vez tenga poco o nada que ver con la arquitectura fúnebre. Más bien parece indicar, como las arquitecturas escultóricas de Niemeyer, algún futuro rociado de inquietud.
Ahora la flecha roja en la que viajamos parece levitar por un camino ancho de ripio. El polvo que levanta parece decirnos que no hay un atrás de nosotros y, por lo tanto, tampoco hay un pasado. José Luis Castaño, a quien ya he comenzado a llamar Luis porque irradia una confianza singular, me va poniendo en tema con relatos muy ajustados a la economía oral. No cansa, no aburre, no se desvía. Si me miente o no me miente es cosa de él: yo le creo. La primera historia completa que me cuenta es la de un cargamento de pollo podrido que un camión térmico de Carrefour vació en la cumbre del basural al que estamos yendo.

Luis dice que lo llamó un hombre –lo llamaremos Ricardo– para pedirle que lo pasara a buscar por el basural. Allí se encontró con cajas de pollos abombados sobre las que volaban, enloquecidas, nubes de moscas negras. No hay nada más persistente que las moscas cuando sienten que ha llegado su momento. Son como los tiburones toro cuando huelen sangre. Ricardo lavó los pollos (ex pollos, post pollos) con una solución de agua y lavandina y salió a venderlos en el taxi a un precio promocional, mientras se acomodaba en la cintura –por seguridad: hay que cuidar el negocio– un revólver grande como una casa. Eso fue en vísperas de Navidad, y al cabo del delivery invitó a Luis con una copa de sidra que Luis aceptó mientras Ricardo brindaba, aunque no lo haya dicho, a la memoria de su hijo muerto.
De lejos de se ve el cerro de basura, humeante como un Vesubio de cotillón pensado por alguna mente innovadora que ha decidido cambiar su cráter por una cantidad incontable de pequeñas perforaciones de donde escapan los gases que ya comienzan a impregnar el interior del auto. Ingresamos por una especie de entrada imperial; ese tipo de caminos arbolados que por lo general desembocan en el casco de una estancia. Pero no hay ninguna estancia aquí. Pudimos advertirlo, antes del final del camino, en las bolsas de nailon y los fragmentos de cartón que el viento enganchó en las púas de los alambrados que se extienden en las banquinas como guirnaldas sobre las que no da ningún reflejo (estamos entrando a un universo de opacidad).

Comenzamos a ir a paso de hombre, lo que por un momento hace que la nube de polvo que nos precedía nos pase por encima durante un instante de oscuridad y luego se abra de golpe, como una tormenta de arena que acabara mediante un chasquido de dedos. Ha clareado de golpe, y en el fondo de esa claridad veo las chozas. Mi experiencia en la materia es muy pobre, cuando no nula. Lo poco que puedo decir es que conozco las villas que se alzan a la vera de la autopista Buenos Aires-La Plata, pero como forman parte de mi paisaje cotidiano debería decir que, en realidad, las desconozco, cosa que ocurre con todos los fenómenos que nos llegan naturalizados por la repetición. También he visto los cerros pobres de Río de Janeiro, Caracas y La Paz. Pero en el momento de asociar, me inclino hacia la verdad estilizada por el arte. Es decir que irrumpe en mí la pobreza mental: la pobreza que he leído –que vi y sentí– en La villa, de César Aira; en los linyeras sofisticados de Más allá del bien y lentamente, de Sergio Bizzio, y en las ciudades-basural de algunas novelas de Marcelo Cohen, en las que las cosas evolucionan mediante olas de deterioro hacia un futuro en el que seremos tan salvajes como nuestros antepasados más remotos.

Pero esto es otra cosa, esto que estoy viendo no es literatura: es realidad, y se presenta de un modo que produce efectos de delirio. Las chozas. Las llamo chozas por darle algún nombre a una cosa que no sé qué es. También podría llamarlas chabolas, por la influencia que ha tenido en mí esa palabra escrita tantas veces por Bruce Chatwin en sus viajes a Africa. Pero las chozas y las chabolas –incluso las cuchas de los perros– tienen un aire de tradición y permanencia, tienen una arquitectura, pensada para durar aunque más no sea un tiempo breve en pie, un tiempo secuestrado a la intemperie y sus calamidades. ¿Para qué sirve una choza, una casa o una cabaña sino para que el afuera no invada el adentro?

En medio de la basura, una basura que se extiende en un pequeño valle boscoso al pie del cerro de desperdicios acumulados por el tiempo, se alzan esas chozas cuya fragilidad me hace pensar que fueron hechas para no durar, para volarse con la primera brisa, para que entre en ellas el agua si caen dos gotas de lluvia, para que se filtre el frío o el calor sin ninguna resistencia. Los materiales con las que está hecha –si es que se puede escribir aquí la palabra materiales sin producir un efecto de ironía– son tomados al azar en las costas del basural: bolsas de plástico, ropa vieja, trozos de latas, cuerdas resecas; cualquier cosa (grande o pequeña, pesada o liviana: todas sucias) puede ser una superficie, o una cobertura, o una pared flameante.
Estas circunstancias materiales responden de algún modo la pregunta que me hice. Las chozas volátiles sirven, en primer lugar, para no vivir en ellas. Son la prueba de una radicación inestable y pasajera, como si sólo sirvieran para demostrarnos qué fácil es el trabajo de desmontarlas pero ya no para radicarlas en otro lado (hay un tipo de vivienda móvil y adaptable a cualquier cosa y tiene nombre: se llama carpa) sino para hacerla desaparecer en cualquier momento. Es el colmo de la precariedad, y se parece más a un vestuario –amplio, en el que el usuario puede darse vuelta y moverse un poco en su interior– que a una vivienda. Sin embargo, veo que bajo esa toldería de plásticos y trapos desteñidos están viviendo varias familias que no puedo contar porque para contarlas hay que mirar de un modo que implica atención pero también una curiosidad morbosa en la que no me animo a incurrir. Por vergüenza, pero también por seguridad. Porque detrás de esas miradas tristes, esos niños con camisetas de fútbol cuyos talles no coinciden nunca con los cuerpos, y esas mascotas sarnosas que se echan a sus pies por fidelidad o –simplemente– simpatía social, se esconde una vaga amenaza de expulsión (igualmente, no creo que haya menos de doscientas personas).

Luis pregunta por Ricardo, y alguien se acerca al taxi para señalar un blanco del monte. De una sombra vemos venir a un hombre de una edad incierta (entre cuarenta y cincuenta años, pero con un desgaste de sesenta o setenta). Se apoya en el auto y Luis me lo presenta. Ricardo me da la mano y sigue hablando con el taxista en una cápsula de complicidad a la que no podría ingresar aunque quisiera. Habla Ricardo: “No, y yo estuve medio perdido estos días, viste que no estuve viniendo. ¿Pasaste por casa y yo no estaba? No, no estaba. Mi sobrino chocó en el centro con la moto. Casi se mata el pibe. Iba con un amigo. Agarró un auto, así, y fue a parar a la mierda. Un palo de aquellos. Esto fue el miércoles. ¿Vos sabés que le tuvieron que sacar una pierna? Así es la vida, ¿viste? De golpe, ¡pum! Por eso, hay que vivir. ¿Qué querés? ¿Vos bien? Mañana me parece que tenemos un térmico que trae carne. Así que lo vamos a esperar. Acá hay que estarse pillo, viste cómo es”.
Intentamos subir a la montaña de desperdicios por el camino que toman los camiones contratados por la Municipalidad de General Pueyrredón. No podemos, tenemos que tener un salvoconducto estatal que se gestiona en el ente que regula este monte Fuji de miseria que los empleados llaman “predio”. El Renault 12 nos lleva a tramitar ese permiso (digo que nos lleva porque nadie me saca de la cabeza que este auto tiene una memoria de los caminos que recorre, como la tienen las mulas montañesas) y pasamos por la casa de Ricardo, una esquina de un barrio humilde que no se ve mal. Luis me pone al tanto de los detalles: “La compró con la indemnización que cobró por la muerte del hijo. Se murió en un accidente. Ahora tiene una casa”.

Todo bien. Voy a poder entrar a la montaña de porquerías marplatenses sin ninguna restricción, pero recién a las cinco de la tarde, cuando se reúnan allí la plana mayor de bomberos, los jefes regionales de la Policía Bonaerense y funcionarios del Municipio. Van a anunciar un plan de intervención en el lugar, el traslado del “predio” y la reactivación de una planta de separación de residuos en la que la gestión anterior invirtió dos millones de pesos pero no anda ni para atrás.

A las cinco de la tarde regreso al basural en mi auto, sin compañía, escuchando una estación de FM que sólo pasa música hecha con máquinas. De modo que el paisaje es prehistórico y la banda de sonido del paisaje es futurista pero, como sucede en las películas de ciencia ficción, ambos elementos coinciden para producir una imaginación espesa en la que conviven todos los tiempos históricos. Es la lección del género: la evolución histórica y el progreso son una superstición llena de puerilidad. Las familias de las tolderías continúan en lo suyo. Ya sé por qué están allí. Están allí porque vienen de muy lejos, en largas caminatas que duran a veces todo el día, y prefieren quedarse una semana o un mes juntando plásticos y cartones antes que irse para regresar al día siguiente. Es la única forma que tienen de ganar más tiempo y más dinero, aunque éste sea un poco más esquivo que aquél (un peso por cada kilo de plástico).

Algunas cosas se modificaron en relación con el mediodía. Por ejemplo, donde había un campo vacío, frente a las dependencias municipales, ahora hay un helicóptero de la Policía estacionado como un alguacil gigante en cuya puerta se ha ploteado la bandera bonaerense concursada por Eduardo Duhalde, posiblemente la más fea del mundo. De lejos veo una fila india que está subiendo a la cima del basural. Es una plana mayor de comisarios, directores municipales y jefes de bomberos que sostienen conversaciones peripatéticas en las que está menos presente el pensamiento que la inminencia de un repertorio de actos (digo yo, no sé). Los sigue un grupo de periodistas invitados y fotógrafos en bermudas que se están haciendo un picnic con lo que ven.