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literatura y experimentación

John Barth, uno de los renovadores de la novela actual, murió a los 93 años

Autor de obras ya clásicas como “El fin del camino”, “Quimera” y “El plantador de tabaco”, supo llevar al género novelístico al paroxismo estilístico, llegando a escribir un libro (“Letters”) en el que sus propios personajes se envían cartas entre sí. Reverenciado por gran parte de las nuevas generaciones de escritores estadounidenses, acaparó la atención con su primera novela, “La ópera flotante”, en 1957. La literatura pierde a un inagotable indagador de los recursos lingüísticos.

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En un reportaje aparecido en The Paris Review, Barth responde a si haría concesiones para ganar más lectores: “Mi imaginación se deleita en la complejidad por sí misma”, dijo en aquella ocasión. | cedoc

El pasado martes 2 de abril falleció el escritor y profesor universitario norteamericano John Barth a los 93 años. Así lo informó la Universidad Johns Hopkins, donde egresó y ejerció la docencia entre 1973 y 1995. También enseñó en las universidades Penn State, Búfalo y Boston. En tal rol, dictó “talleres de escritura creativa”, especie de laboratorio para la formación de escritores, modelo originado en la Universidad de Iowa durante la Guerra Fría, bandera intelectual de la CIA contra la cultura antinorteamericana europea que ocupaba el prestigio mundial.

En su trayectoria como escritor, publicó un best-seller titulado Giles, el niño-cabra (1966), sátira sobre esa lucha cultural entre potencias bélicas y que, como bien señala Daniel Gigena en La Nación: “el protagonista (un chico criado como una cabra) cree que es el Mesías. Está ambientada en una universidad, ‘que es el universo y viceversa’, describió el autor con su característico ingenio. Por las apreciaciones sobre mujeres, negros y judíos, la novela no pasaría hoy el filtro de la corrección política; la revista Life la consideró ‘una comedia negra que ofende a todos’, aunque el autor remarcó la clave alegórica; el protagonista lleva a cabo las ‘pruebas del héroe’ consignadas por el mitólogo Joseph Campbell en El héroe de las mil caras.”

A tantos años de dicha competencia por el reconocimiento de una verdadera “cultura norteamericana”, en este caso personificada por sus novelas, la nota necrológica sobre Barth publicada por The New York Times, parece aferrada a tal disputa: “Su segunda novela, El final del camino (1958), es una profunda deliberación sobre la filosofía occidental dominante de su tiempo, el existencialismo, que Barth, en una historia a lo Camus sobre una aventura matrimonial, primero parece valorar y luego expone como obsceno e inadecuado. Anclando incluso sus metaficciones más arcanas existen personajes reconocibles que intentan comprometerse con un principio o una identidad y, a menudo, fracasan de manera espectacular.” El articulista advierte que otras novelas de Barth son sumamente extensas, destacando algunas geniales ocurrencias como autor.

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Esta síntesis escueta, tal vez acrítica y superflua, trata de disimular qué existe en John Barth detrás de su figura como escritor institucionalizado, pero sin el festejo del mercado literario. Es que con su ensayo The Literature of Exhaustion (La literatura del agotamiento), 1967, plantea un agotamiento de la novela, al que suaviza trece años después en otro ensayo al respecto. Algo que tocaba ese ensayo, no sin intención, era la endogamia intelectual norteamericana, su horizonte realista y acotado, que niega un amplio campo de lecturas más allá de lo nacional. De hecho, acaso para anestesiar su efecto, a Barth se lo ubica en la tradición del autor oculto, jamás celebrado de manera oficial, junto a Thomas Pynchon y William Gaddis. 

Por lo tanto, Barth fue una anomalía dentro de esa estructura educativa para obtener el buen novelista norteamericano, oponiendo una apertura cultural hacia otros horizontes. Como ejemplo de su brújula, encontramos en La ópera flotante, primera novela que publicó en 1957, el método para indagar por los recursos lingüísticos, exponerlos, llevando más allá del autor el discurso interior de Joyce, planteando el paradigma del laberinto expandiéndose en las derivas narrativas, siguiendo los hilos de Borges, Calvino y Beckett.

Todd Andrews, eje de La ópera flotante, se presenta desistiendo del suicidio. Mientras reflexiona sobre el tema, la novela abre las instancias de su investigación al respecto: el padre de Todd se suicidó al caer en desgracia económica por la Gran Depresión de 1930, año del nacimiento de Barth. Esta búsqueda de la verdad en quienes lo conocieron, en el pasado, adquiere dimensión teórica sobre en qué se basa el acto de lectura, qué hace a la perduración del material textual, cuál es su relevancia para la existencia del lector. 

Como señala el profesor argentino Jorge Aloy (UNLZ), en su ensayo “El suicidio en La ópera flotante de John Barth: contraste entre las miradas del Apocalipsis y el existencialismo”: “Todd descubre que una respuesta lo llevaría a otros interrogantes, y estos a otros nuevos, y de este modo no podría existir tiempo material que permita investigar. Este hallazgo queda plasmado cuando advierte que ‘En efecto, mi Investigación es eterna; es decir, procedo como si poseyera la eternidad para investigar’. Pero en un principio, a pesar de conocer sobre la eternidad del proyecto, esto no hace mella en él.”

Parafraseando a Barth: “procedo como si poseyera la eternidad para escribir”, resulta el enunciado que extenderá sobre toda su obra, es decir, la matriz con la que deja huella para que la continuidad de la novela sea posible. Esto también implica que el manto de teoría literaria resulta insuficiente, porque el escritor es el acto de escribir y escribir leyendo.

En un reportaje publicado por The Paris Review en 1985, Barth responde a si haría concesiones para ganar más lectores: “Mi imaginación se deleita en la complejidad por sí misma. Después de todo, gran parte de la vida y mucho de lo que admiramos es esencialmente complejo. Para un temperamento como el mío, el trabajo más difícil del mundo, la tarea más complicada del mundo, es volverse más simple. Hay escritores cuyo don es hacer simples cosas terriblemente complicadas. Pero sé que mi don es lo contrario: tomar cosas relativamente simples y complicarlas hasta el punto de la locura. Pero ahí lo tienes: uno aprende quién es y corre el riesgo de intentar convertirse en otra persona.”