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La comedia del traspaso

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| Cedoc

Había una tradición histórica en la Argentina para la transición de un gobierno a otro. El presidente electo recibía los atributos del mando del presidente saliente en la Casa Rosada y después se trasladaba en automóvil hasta el Congreso, donde prestaba juramento y ofrecía su discurso frente a las cámaras de Senadores y de Diputados. Los Kirchner cambiaron esa costumbre y llevaron la totalidad de la ceremonia al Congreso. 

Cuando comenzamos a conversar acerca del protocolo del traspaso del mando a Mauricio Macri, con vistas al ya entonces muy cercano 10 de diciembre de 2015, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner manifestó desde el comienzo su negativa a regresar a la usanza tradicional. Su empecinamiento no tenía sentido. 

La asunción del mando fue siempre una fiesta del presidente electo, de quien estaba por comenzar su ejercicio; en cualquier caso, una fiesta de la democracia, pero sin duda el derecho a escoger pertenecía al nuevo presidente.

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Cristina Kirchner, con el egoísmo que siempre la caracterizó, argumentó que ella quería celebrar en el Congreso su fiesta de despedida y que, por eso, deseaba que toda la ceremonia se llevara a cabo en el palacio legislativo, de manera que pudieran asistir allí sus simpatizantes. La explicación era peor aún que el capricho. Eso significaba que Mauricio Macri sería, durante su ceremonia, hostigado, insultado y hasta quizás agredido físicamente por la militancia kirchnerista, ya acostumbrada a operar como una barra de fútbol en los palcos del Congreso cada vez que apoyaba la aprobación de una ley importante del oficialismo. La seguridad se complicaba muchísimo más de esa manera. La presidenta lo sabía, era consciente de haber llevado las cosas a un callejón sin salida, porque lo que en realidad deseaba era no colocarle la banda presidencial a Mauricio, como después lo reconoció descaradamente en su libro de memorias, sin vergüenza alguna por su desprecio a la elección del pueblo y a la democracia. 

No me parecía mal que la presidenta saliente quisiera despedirse de su público y que convocara a un acto; pero no necesitaba hacerlo precisamente en el mismo momento de la entrega del mando. Le propusimos que organizara su acto unos días antes de la transición, pero se negó tozudamente. Todo contribuía a un clima inquietante y, a la vez, a una sensación de vacío transitorio de poder. Ante la contumacia de la presidenta y el ambiente de máxima desconfianza que imperaba a causa de algunas medidas de último momento adoptadas por ella, así como de las tensas conversaciones por el traspaso del mando, los abogados José Torello y Fabián Rodríguez Simón, como apoderados de la coalición triunfadora, presentaron un amparo que concluyó en una resolución de la jueza federal María Romilda Servini.

La decisión de la jueza Servini determinó que el mandato de Cristina Fernández finalizaría a las cero horas del 10 de diciembre y que, no obstante, Mauricio Macri no podría ejercer sus atribuciones como presidente hasta tanto no prestara juramento ante el Congreso. Quedaban así varias horas de vacancia de poder que había que cubrir. 

El 9 de diciembre, antes de la noche, renunciaron todos los funcionarios de la gestión Kirchner, de acuerdo con el pedido de su jefa, quien buscó de ese modo trabar aún más el funcionamiento de los cientos de engranajes que debían moverse al día siguiente. La transición debió hacerse de un modo absurdo, casi ridículo. 

El vicepresidente primero del Senado, Federico Pinedo, asumió como presidente por doce horas al solo efecto de evitar la vacancia y pasar los atributos del mando a Mauricio Macri. El propio Pinedo, con su espontáneo estilo de gentleman, hacía bromas sobre su situación. Sin embargo, el papelón argentino, causado por la mezquindad de Cristina Kirchner, escaló a nivel internacional y hasta motivó que la cuenta de Twitter de la famosa serie de Netflix House of Cards hiciera aparecer al personaje Frank Underwood –en la ficción, presidente de los Estados Unidos– felicitando con ironía a Pinedo por la presidencia más exitosa de la historia. Lamentablemente, no fue ese el único motivo de vergüenza ante el mundo. Entre los funcionarios que renunciaron por pedido de la mandataria estaban los de la Administración Nacional de Aviación Civil, quienes tenían la misión –entre muchas otras– de indicar a los controladores aéreos la prioridad de los vuelos, sobre todo en circunstancias especiales como las de esos días. Era necesario que la ANAC –sigla con la que se conoce a esa agencia– determinara qué retraso o adelanto se debía imponer a los vuelos de las compañías comerciales que aterrizaban en el Aeroparque Metropolitano para hacer posible la llegada en tiempo y forma de los aviones de los presidentes y ministros extranjeros que asistirían a la ceremonia. Quienes debían dar las directivas se habían ido y solo quedaban los controladores, que no tenían facultades para determinar el orden de prelación. No quedaba alguien con competencia para hacerlo y, además, era demasiado lo que estaba en juego. Podían desencadenarse hechos trágicos a causa de una instrucción indebida. 

Los controladores aéreos, con años de oficio, se arreglaron como pudieron y, afortunadamente, no ocurrió una tragedia, pero el avión que transportaba a Dilma Rousseff quedó mucho más tiempo que el razonable sobrevolando el Aeroparque, a punto tal que la entonces presidenta de Brasil llegó tarde a la ceremonia. Ingresó saludando tímidamente con la mano a todos en general, en medio del acto, y los que no sabían lo que había ocurrido con la ANAC se preguntaban cómo una presidenta podía haber llegado con semejante retraso a la asunción de una colega. Por un motivo semejante, me trencé en una discusión muy compleja con Sergio Berni, el secretario de Seguridad del gobierno de Cristina Kirchner, quien también había renunciado. 

*Autora de Guerra sin cuartel, editorial Sudamericana (fragmento).