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Asuntos internos

La conciencia y los pies limpios

16-4-2023-Logo Perfil
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Un año tiene 52 semanas, lo que quiere decir que en diez años llevo escritas 520 columnas. No es un récord en absoluto, pero de todos modos es mucho. Lo extraño es que podría asegurar que cuando escribí la columna número diez había agotado mis temas predilectos, de manera que todo lo que siguió fue el ejercicio de rellenar la página con palabras que tuvieran algún sentido. Me refiero a que el sentido aparecía a medida que escribía, lo que no quiere decir que no hablara de nada, sino que la escritura se convirtió poco a poco en un ejercicio diverso. Dicho de otro modo, la escritura fue tomando poco a poco un camino lateral: ya no se trataba de escribir para hablar de algo que sabía, sino de escribir para descubrir algo que estaba oculto, tan oculto que ni siquiera sabía que sabía.

Se trata de un ejercicio inusual, llevado por la obligación (el periodismo) de presentar al lector un espacio lleno de palabras. Porque quien compra un diario, e incluso quien no lo compra, sino que solamente lo consulta en la web, pretende encontrar alguna idea, no un espacio en blanco. Debo decir que la tentación de no escribir y ofrecer un espacio vacío siempre fue grande, pero nunca me atreví a tanto (tampoco creo que me hubiesen dejado: todo tiene un límite). Pero reconozco que sigue asombrándome la mecánica que se desata desde el momento que poso los dedos en el teclado: nunca creí que algo así fuese posible.

No tengo idea de qué voy a escribir mientras enciendo la máquina. No tengo idea de qué voy a escribir mientras abro el procesador de textos. Sigo sin tener idea cuando escribo mi nombre en el documento, y acto seguido escribo. No sé sobre qué, pero escribo. Muy de vez en cuando alguien, en la web, escribe en los comentarios (sea que siempre estuve en contra de la forumización de los sitios web, si alguien quiere comentar algo debería hacerlo en otro espacio, en lo posible en el propio): “Se ve que Piro no tenía nada que decir”, observación del todo estúpida, ya que es muy difícil que alguien tenga algo que decir 520 veces en diez años. En política, en economía es más fácil: ocurren cosas todo el tiempo, varias veces por día, de modo que una vez a la semana tal vez sea poco en ciertos casos. Peor en un suplemento cultural: los temas son acotados y las novedades escasas. Pero hay que escribir de todos modos.

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Creo que eso se llama oficio, y tiene que ver con el desarrollo de un hábito, con hacer costumbre un quehacer cualquiera. En muchos casos eso linda con la automatización, pero escribir columnas no tiene nada de automático. 

Al mismo tiempo se trata de un ejercicio siniestro: las muertes son bienvenidas, los desastres recibidos con alegría. En cualquier caso, un tema cualquiera del que hablar es siempre bienvenido. Las discusiones también, pero ya casi no existen, y los pocos que aún discuten suelen por lo general agotar el tema, no dejan un resquicio por el que deslizar una idea olvidada, por el que aportar algo pasado por alto.

Aunque tampoco adoro discutir, todo lo contrario. En una época amaba las discusiones, pero ahora, cuando alguien por ejemplo me hace una objeción, prefiero deslizar una cita de Deleuze que siempre amé: “De acuerdo, de acuerdo, pero pasemos a otra cosa”. En esa simple frase hay una resignación y un odio al tiempo perdido que me resulta memorable: por lo general, discutir no sirve para nada. Así que lo mejor es dejar a cada uno con lo suyo. 

Lo que opinamos de los libros leídos y las películas vistas no importa a nadie más que a nosotros mismos. “Somos lo más que somos porque salimos del barro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios”, dijo una vez Cortázar.

Bien, eso explica bastante bien por qué escribimos columnas.