En su magnífica novela La ley de la ferocidad, Pablo Ramos narra un episodio que expresa mis sentimientos. No recuerdo si con maíz o alpiste, atrae palomas a una terraza para ganar su confianza y después brindarles más alimento pero mezclado con estricnina y termina agitado y gozoso contemplando la calle cubierta por cadáveres emplumados. No me atrevería a hacer lo mismo, pero odio a esas ratas voladoras, mugrientas y llenas de piojos que cagan la ciudad y que por su capacidad reproductiva y su voracidad terminan usurpando el espacio vital que fue de benteveos, zorzales, surirís, picabueys, golondrinas ceja blanca y de otras trescientas especies de aves que convivían en paz. Los vibrantes picaflores de colores eléctricos que anidaban en los jardines huyeron ahuyentados por el planeo de roñosas palomas que abundan allí donde haya viejas y viejos boludos, podridos por la soledad, que van con sus perros y convocan a los pajarracos ofreciéndoles migas de pan o restos de comida. En el club Ciudad, hacia agosto empiezan a aparecer cisnes, biguás, patos y jilgueros y benteveos que no bien empieza la ominosa temporada de Pepsi Rock y Extasis&Drug Music desaparecen atormentados por el ruido, pero crece la población inmunda de palomas. Por suerte están cambiando las disposiciones comunales y una comisión directiva rockera y proclive a los negocios acaba de ser reemplazada por una orientada hacia el deporte y juramentada en recuperar el espíritu original de ese ámbito, ideado por Jorge Newbery, diseñado por el arquitecto Thays y mil veces enchastrado por los carteles y los borrachos de la Personal Fest. Ojalá vuelvan todos los buenos bichos. Pero la cosa es no acosar. Acosar es trabar o negar la voluntad del otro. Las palomas son cosas, su voluntad no merece consideración y no pueden vengarse. Ahuyentémoslas. El Pepe Mujica no es hombre de acosar. En la víspera de su triunfo electoral celebró el gesto de Lula hacia el presidente Ahmadinejad. Se le agradece: el mundo no debería olvidar que Irán es una civilización milenaria con tanto derecho a programar su supervivencia como cualquier potencia occidental. No dijo “acosar” el uruguayo. Eligió una metáfora campera bien expresiva sentenciando: “Nunca hay que acorralar”. Es bueno acosar a las cagantes palomas porque no piden nada a cambio de desaparecer de nuestro hábitat. Pero aquí la oposición ha descubierto que acosar a estas dos aves de rapiña rinde votos y avanzan. Pero no habría que acorralarlos. Sería mejor conseguir que el juez firme que el enriquecimiento es cosa juzgada para que se vayan en paz a su hotel sin más daños colaterales que los tantos que ya produjeron.