El último número de la revista Atlantic contiene un largo artículo que propone una medida drástica para resolver muchos de los problemas y escándalos que involucran a la Iglesia Católica: abolir a los curas. Lo que el artículo propone no es nuevo ni original, lo que pasa es que dentro de algunas confesiones cristianas raramente se barajan tesis tan extremas, y mucho menos argumentadas de manera tan sólida. El interés particular que despierta el artículo se debe ante todo a su autor: James Carroll es un conocido periodista estadounidense que se ocupa de la Iglesia que hasta hace poco fue un cura que un buen día decidió cambiar de oficio.
La tesis de Carroll es que el comportamiento autoconservador de la clase dirigente católica llevó a la Iglesia a no poner nunca en discusión los roles y las estructuras nacidas hace siglos, en un mundo completamente distinto. Para el autor, la estructura “tóxica” que hoy rige en la Iglesia Católica no es apta a la hora de interpretar las enseñanzas de Cristo en el mundo contemporáneo. Según Carroll, la invención de una clase dirigente fuertemente jerarquizada y con tan severas restricciones (la misoginia, la represión sexual y el poder jerárquico justificado por las amenazas a terminar en el infierno) es algo que jamás fue mencionado por Cristo en los Evangelios.
Efectivamente, muchas responsabilidades y roles que damos por descontados aparecieron muchos siglos después del nacimiento de las primeras comunidades cristianas. El celibato, por ejemplo, se volvió la norma recién en la Edad Media, inspirado por san Agustín. Su interpretación del pecado original como un pecado de naturaleza sexual –típico del pensamiento medieval, que condenaba la mayoría de los placeres materiales– tuvo el doble efecto de criminalizar la sexualidad y obligar a la mujer a asumir una posición subalterna, dado que fue quien indujo al hombre a la tentación, haciendo que desde entonces la represión del deseo transformara el normal impulso erótico de los curas en un infierno social y psicológico.
Incluso la institución del celibato tenía razones concretas: en la Edad Media la Iglesia era un verdadero reino, con terrenos y posesiones, e impedirles a los miembros del clero tener hijos significaba desarticular el riesgo de que sus descendientes tuvieran en el mañana pretensiones territoriales. En otras palabras: hoy día los curas están insertados en una jerarquía que replica el sistema feudal en uso en la Edad Media: las mujeres subalternas a los hombres, los fieles subalternos a los curas, que ontológicamente son superiores porque pertenecen a la Iglesia.
La praxis de autoconservación está ligada a esa estructura y se hace evidente cuando la Iglesia debe hacer frente a las consecuencias de la represión sexual que impone a los miembros del clero.
Carroll dejó de ir a misa y dice haber sentido esperanzas con la designación del papa Francisco, pero que sus esperanzas fueron vanas. Dice estar de luto por la Iglesia Católica, pero al mismo tiempo sostiene que la Iglesia posee los anticuerpos para solucionar sus problemas.
“En un futuro habrá líderes que conseguirán tocar las cuerdas del alma humana –escribe Carroll–, y estos nuevos líderes podrán ser llamados sacerdotes, y entre ellos habrá mujeres. Serán ontológicamente iguales a cualquier otro y no le deberán fidelidad a ningún jefe feudal”.