Ordenando papeles, encontré una vieja entrevista a Rickie Lee Jones en Babelia, en la que dice: “Sí, considero que soy muy influyente, lo que me sorprende es que otra gente no se dé cuenta”. Pensaba escribir una columna sobre esa frase, pero al releer el reportaje me di cuenta de que la había leído mal. No decía “lo que me sorprende es que otra gente no se dé cuenta”, sino lo contrario: “lo que me sorprende es que otra gente se dé cuenta”. Una leve decepción marcó la nueva y correcta lectura. La frase errónea era más interesante que la verdadera. La idea misma de ser influyente sin que los demás se den cuenta supone la influencia como una práctica secreta, invisible, paradójica: se es influyente, pero para nadie. Como una especie de regalo invisible, la influencia marca pero no deja huella. En cambio, la frase de Jones termina instalándose en la falsa modestia (“me sorprende…”), en un lugar común, en cierta convencionalidad remanida.
¿Cómo se mide la influencia? ¿Dónde se evidencia? Un hecho curioso, por dar solo un ejemplo, es el caso de Sartre. Leyendo entrevistas o biografías de filósofos que, en principio, no tienen nada de sartreanos, como Deleuze, Foucault o Lyotard, aparece siempre la influencia que Sartre ejerció sobre ellos en su primera juventud, con el que luego, obviamente, tomaron una distancia casi siempre irreversible. Sartre tuvo una influencia crucial sobre toda una época. Pues a mí me interesa el extremo absolutamente opuesto. Me gusta imaginar la literatura como un resquicio en el que un escritor influye decisivamente sobre un solo autor. No sobre una época, un grupo, un conjunto de casos, un estilo de escritura ni mucho menos sobre una generación, sino sobre uno. Sobre uno solo: la influencia singular. Pero no bajo el modelo de la relación entre maestro y discípulo a lo Henry James –género canónico que ha dado infinidad de novelas mediocres– sino como una influencia imaginaria, inoperante, muchas veces no sabida por ninguno de los dos: ni por el influyente –quizá muerto mucho antes– ni por el influido, que recibe la influencia como un don, como una forma de olvido, el olvido de lo que ya había olvidado. La influencia, ahora sí, como la frase apócrifa de Rickie Lee Jones: se es influyente sin que los demás se den cuenta; se está influido sin que uno mismo lo descubra.
En el demasiado célebre La angustia de las influencias (cuya traducción más ajustada debería haber sido La ansiedad de la influencia), Harold Bloom llega a sondear en la existencia de un tipo de ilusión afín a la que vengo describiendo, pero finalmente opta por un modelo agonístico, donde la influencia es descripta como un combate entre poetas vigorosos que en realidad leen erróneamente al poeta anterior. Freud y lo inconsciente se cuelan en el sistema de Bloom, y es el error (el acto fallido, lo inefable) lo que vuelve interesante la interpretación: “La historia de la poesía es considerada como imposible de distinguir de la influencia poética, puesto que los poetas fuertes crean esa historia gracias a malas interpretaciones mutuas, con el objeto de despejar un espacio imaginativo para sí mismos”. La de Bloom es una hipótesis seductora, pero para la crítica antes que para la poesía: no bien un poeta se propone escribir para “la historia de la poesía”, fracasa irremediablemente.