“No se trata de poner un micrófono y dejar que cada cual diga lo que se le antoje. Eso no es periodismo. Nunca lo ha sido. Y eso vale para los encapuchados y también para quienes transmiten mensajes de odio, discriminación, clasismo, poder omnipotente, impunidad. Si hay algo común en nuestros países son los medios de comunicación que prefieren no ver, no escuchar y no difundir ciertos hechos que impactan en la sociedad. Presiones, censura, autocensura o comodidad están en el origen. Y a veces, porque el miedo copa tus sentidos –y es tan potente como la cooptación– cierra ojos y oídos”.
Estos párrafos corresponden a una columna publicada en agosto de 2021 en el consultorio de Ética Segura de la Fundación Gabo, referente indispensable cuando se trata de alimentar un análisis sobre las dificultades que suelen encontrar periodistas y medios de comunicación de estas latitudes (y de otras) cuando se proponen abordar temas que pueden ser afectados por fuentes no idóneas vinculadas con el Poder. Su autora, la periodista chilena Mónica González, analizaba en su artículo las reacciones que tienen quienes ejercen este oficio en relación con manifestaciones de enojo colectivo y de ira, muchas veces potenciadas por los discursos poco felices de algunos comunicadores, panelistas, columnistas y periodistas devenidos en operadores políticos en buena parte de los espacios televisivos y algunos gráficos y radiales. No incluí lo que se puede apreciar en las redes, porque esto es aún peor en ellas, generalmente sin filtro alguno para limitar la virulencia de los mensajes.
Cómo controlar la ira es un desafío para psicólogos y sociólogos: la individual requiere un gran esfuerzo de autocontrol para que sus manifestaciones externas no afecten a otros; la colectiva exige paciencia y comprensión por parte de quienes tenemos la responsabilidad de transmitir información, pero también pautas de conducta social. Esto viene a cuento por los acontecimientos que derivaron de una acalorada discusión ante las cámaras de un conductor televisivo y un actor otrora identificado por su humor e irreverencia. Fueron escenas violentas, aunque no llegaron al extremo de la agresión física. Escenas que se repitieron decenas de veces en casi toda la grilla televisiva y en espacios radiales, abriendo una polémica que aún no cesa.
En verdad, de lo que se trata en estos días es de analizar si se trató de un hecho aislado o formó parte de un estado inquietante, una muestra de lo que está bullendo en el humor de la sociedad. Tres meses antes de la publicación citada más arriba, la misma autora había señalado en el Consultorio Ético: “En tiempos de convulsión social y de grave crisis política, institucional y económica, cuando nuestra democracia cruje, la veracidad y oportunidad de la información, la dimensión ética del periodismo emerge como una gran herramienta para intentar defender el derecho a la vida de los ciudadanos”.
Intentaré ser claro en lo que estimo una tarea indispensable en estos tiempos tan complicados de la Argentina, con un nivel de pobreza que cede poco, con una desocupación abierta o encubierta que afecta a millones de personas, con niños que no reciben educación por carencias propias y por falencias de los Estados nacional y provinciales, con violencia apenas contenida, con un crimen organizado cabalgando sobre el tráfico de drogas fuera de control, con creciente desigualdad entre quienes más tienen y quienes casi nada tienen. No somos los periodistas los responsables de esos males, sino las meras correas de transmisión informativa entre lo que pasa y la gente.
Sin embargo, sí nos cabe la responsabilidad de actuar con mesura, sin exabruptos ni palabras o gestos que pueden redituar audiencia, pero no equilibrio.
La fama no es nada si se alimenta con el odio, propio o ajeno.