La luna de los asesinos es una novela de Richard Stark a la que creo que me referí demasiadas veces. He regalado esa novela a todas las personas queridas, la he leído una docena de veces (cada vez que viajo, no puedo explicar por qué) y hasta puedo recitar pasajes de memoria. No es inusual que alguien recite poemas de memoria, pero páginas de una novela policial... Eso demuestra algo. No sé bien qué, pero demuestra algo. Creo que La luna de los asesinos, de Richard Stark, es la mejor novela policial escrita hasta hoy. En realidad debía llamarse La luna de los carniceros, título que se ajustaba mucho al Butcher’s Moon original, pero Enrique Pezzoni, editor del sello Sudamericana en 1978, pensó que la figura del carnicero que acudía a su mente se alejaba mucho de la idea del carnicero que se formaba en la mente de un estadounidense. Algo que me hubiese gustado mucho discutir con Pezzoni, pero que ni el mismo traductor de la novela, César Aira, se preocupó por aclarar. Después de todo, los personajes de esa novela son todos asesinos. Menos Grofield, un personaje particular, actor de teatro necesitado de dinero, que se aleja del ideal del gánster y cada tanto se acerca, para volver a alejarse otra vez.
Nadie podría afirmar que Grofield es amigo de Parker, el personaje principal, sencillamente porque Parker no parece tener amigos (solo compañeros de trabajo). Pero Grofield despierta en él cierta filiación, ciertos lazos que un poco despreocupadamente podríamos calificar de afectivos: Grofield es demasiado inteligente, demasiado leal, demasiado vital como para no amarlo. En un momento de la novela, Parker y Grofield son sorprendidos por una banda de mafiosos que quieren deshacerse de ellos, disparan y abaten a Grofield. Las primeras palabras que acuden a la mente de Parker dejan perplejo al lector: “Se acabó Grofield”, dice en voz alta, para sí. Pero Grofield no está muerto, solo está malherido. Muy malherido. Convaleciente en una cama de hospital emplazada en uno de los cuartos de la mansión de un mafioso. Y para que Parker asome la nariz, le hacen llegar en una pequeña cajita una falange del meñique derecho de Grofield. Y eso enfurece mucho a Parker. Y cuando Parker está furioso, mata: es un asesino.
Pero no es eso lo que quiero contar, sino una escena menor, una escena ínfima, que está al final del libro. Parker, ayudado por sus “compañeros de trabajo” a los que dio cita en un pequeño departamento deshabitado, logra varias cosas: dar tres golpes simultáneos que significan pérdidas de dinero siderales para la mafia, cosa que llena los bolsillos de todos, menos de Parker. Porque lo que Parker quiere no es una parte del botín, sino que lo ayuden a rescatar a Grofield. Esa sugerencia da lugar a una corta serie de disquisiciones morales (de eso tratan las novelas policiales, de descubrir cómo funciona esa moral desconocida), que concluye con un monólogo taxativo de Parker (muy extenso para sus hábitos retóricos) que dice: “Si a Grofield lo hubiesen matado, no sería un problema para nadie. Si a Grofield lo hubiesen herido, sería un problema para ellos. Pero si Grofield está convaleciente y pretenden mandarme una falange suya cada día, es un problema mío”.
Los silogismos de esa moral, entonces, se ordenan, y todos deciden ayudar al rescate. Una de las escenas más terroríficas que vi en mi vida en realidad no la vi, la imaginé: una ciudad a la que Parker y sus compañeros dejaron completamente a oscuras y cuatro automóviles con los faros encendidos que lentamente la atraviesan en dirección a donde Grofield yace inconsciente. Lo que sigue es difícil de transcribir: hay revuelo, ruido. Parker y sus compañeros se abren camino y logran matar a todos y llevarse a Grofield. Y ese es el momento que me conmueve: Grofield recupera la conciencia, descubre que está dentro de una ambulancia y trata de reconocer a los que lo rodean. Mira, y no reconoce a nadie. Pero sabe que Parker está cerca, porque no puede ser de otro modo, y eso basta para que, relajado, vuelva a dormirse. La luna de los asesinos termina con esa escena amorosa.