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Defensor de los Lectores

La prensa norteamericana ya no influye como antes

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Capitolio. Los signos de cuatro años de fanatismo no alcanzaron para prever lo sucedido. | afp

La pregunta, cuatro días después del putsch trumpista sobre el Capitolio (y sobre los principios democráticos que, se dice, fundamentan la institucionalidad norteamericana), es si nadie pudo, supo o quiso preverlo para evitar sus consecuencias. Ni los máximos dirigentes de ambos partidos mayoritarios, ni los servicios de inteligencia (tan aceitados cuando se trata de operar sobre países que inquietan a Washington), ni la prensa que tuvo su formidable investigación por Watergate en los 70 y también su sarta de mentiras para justificar la invasión norteamericana a Irak en los 90 (ver The New York Times y los artículos alimentados de fake news sobre armas de destrucción masiva).

Como no es objeto de análisis, para este ombudsman, la conducta de políticos y espías, quiero centrarme en el periodismo de los Estados Unidos, en particular el que, altri tempi, podía hacer tambalear y hasta caer gobiernos, dirigencias, liderazgos legislativos, gobernadores. En este sentido, es larga la historia de la prensa de ese país en la peligrosa (porque conllevaba el riesgo de perder la vida y los bienes de los periodistas investigadores) tarea de poner a la luz lo que estaba en la oscuridad. En este caso se han dado dos fenómenos convivientes: uno, el silencio de no pocos medios ante los exabruptos del presidente Donald Trump, casi desde su asunción cuatro años atrás; otro, la denuncia constante por la virulencia peligrosa de los mensajes del mandatario. El primero contribuyó al crecimiento del trumpismo como una forma espuria y antidemocrática de acción política; el segundo mostró que ya no ejerce la influencia de otrora, y que sus mensajes son despreciados por la derecha antisistema, la que Trump hizo su fuente de poder.

En marzo de 1848, el reportero John Nuggent fue liberado tras un mes de prisión en el Capitolio, el mismo de estos tiempos turbulentos, sujeto a interrogatorios. Se le exigía revelar sus fuentes tras denunciar en The New York Herald el pacto secreto conocido luego como Tratado de Guadalupe-Hidalgo, que puso fin a dos años de guerra con México. Nuggent tenía 27 años y se negó a decir quién le suministró los documentos que probaban ese pacto. Los cimientos del gobierno norteamericano crujieron y obligaron a la presidencia a blanquear el secreto. Algo parecido ocurrió hace algo menos de cuatro años por una amenaza telefónica de Trump al entonces presidente mexicano Peña Nieto: le advirtió que enviaría tropas a la frontera si no respaldaba su política de inmigración. El diálogo fue revelado por dos periodistas mexicanas –una de ellas de la agencia AP– a las que les llegó la información. Fue un escándalo, pero… ¡comenzaba la era Trump! No pasó nada.

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La prensa norteamericana, en estos días, ya no parece tener la influencia de los tiempos del Watergate (cuando logró forzar la renuncia del presidente Nixon), y sus denuncias sobre los desbordes de todo tipo protagonizados por Trump solo generaron en él (y en sus seguidores republicanos, los mismos que demoraron una eternidad en condenar los sucesos del miércoles último) gestos de superioridad y desprecio.

Vuelvo a la pregunta inicial: ¿contaban los periodistas de los Estados Unidos con datos concretos que permitieran prever la magnitud de lo sucedido en el Capitolio? Es probable que sí, pero no los suficientes, o verificables, como para impedir la virulencia de los hechos. Sí saben quienes ejercen este oficio que el huevo de la serpiente venía madurando desde al menos cuatro años atrás, y que las instituciones de ese país estaban en riesgo por el mesianismo xenófobo, supremacista, condenable de este personaje a quien no le entran las balas de quienes defienden la democracia.

Sin embargo, el fracaso de la prensa norteamericana para cerrarles el camino a los extremistas debería ser una sirena de alarma para la conducta de periodistas y medios. Y no solo en Estados Unidos.