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La protesta social plantea desafíos en su cobertura

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Ética. Ponce (Ecuador) y Molina (Cataluña) en la Jornada de la Fundación Gabo. | cedoc

Poco menos de dos semanas atrás se desarrolló en la Universidad de los Andes (Las Condes, Santiago de Chile) la Jornada de Etica Periodística organizada por la Fundación Gabo (antes llamada Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano), con sede en Bogotá, Colombia, que analizó los desafíos que plantean las actuales realidades latinoamericanas para quienes ejercemos esta profesión y –por extensión– quienes gozan o sufren nuestros trabajos en los medios de comunicación.

El punto más interesante, para este ombudsman, fue cómo cubrir la protesta social, considerando los estallidos populares que se han dado en los últimos tiempos en países de la región. El panel de expositores estuvo integrado por cuatro profesionales: la analista colombiana Sandra Borda (quien actuó como moderadora); Isabela Ponce, cofundadora del portal GK de Ecuador (que propone “ser un cable a tierra en un mundo globalizado” y ofrece investigaciones de largo aliento, superando lo epidérmico); Miquel Molina, director adjunto del diario La Vanguardia de Barcelona; y Mónica González, consejera de la Fundación Gabo y fundadora del Centro de Investigación Periodística (Ciper) de Chile.

El primer punto fue conectar la tarea periodística con la sociedad y con la audiencia. Para Molina, “el periodismo no ha cumplido bien su tarea en la cobertura del estallido social que vive Iberoamérica”. Borda sostuvo que “esa desconexión se agrava cuando los medios deciden omitir las voces de quienes piensan distinto”, y citó el caso de la campaña presidencial norteamericana de 2016, en la que los medios que apoyaron abiertamente a Hillary Clinton perdieron credibilidad por esa misma razón y facilitaron el triunfo conservador.

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El segundo ítem –combatir la desinformación– mostró la coincidencia de los cuatro panelistas: “Las noticias falsas han sido uno de los principales desafíos para informar sobre las protestas con rigor y profundidad”. Ponce relató lo vivido en Ecuador: “Mucha información fluía en las redes como verdad y eran rumores. Nuestro reto era ser lo más cercanos a lo que ocurría sin caer en las mentiras”. González puso énfasis en el poder de lobby que ejercen empresas, ONGs sindicatos y gobiernos sobre los medios para correr el eje de la verdad a la desinformación. Molina puntualizó: “Hay que emplear tanta energía y empeño en desmontar las noticias falsas como los que toma crearlas”, y puso como ejemplo los departamentos de fact-checking: “Durante las protestas en Cataluña nos dedicamos a recoger noticias que parecían bulos (mentiras) y revisarlas”.

El tercer punto –recuperar la credibilidad– planteó un desafío aun incumplido en su mayor parte, como lo señalara este ombudsman en varias columnas. Borda sugirió algunas preguntas difíciles para enfrentar la crisis de credibilidad de los medios: “¿Es suficiente hacer buen periodismo? ¿Qué inventamos para convencer a la gente de que el periodismo es necesario para la democracia? ¿Terminarán los medios marginados frente a las redes y los influencers?”.

Para Molina, la respuesta está en volver a la base del oficio: “Lograr que se recupere, más allá de la fascinación por la tecnología, el gusto por conseguir información que no quieren darte hasta llegar a las grandes historias”.

Ponce tiene una visión más optimista y no piensa que todo esté perdido: “Creo que todavía hay un público que sigue creyendo, informándose, y que sigue suscripto al periódico de siempre. El buen periodismo no depende del formato”.

Para González, finalmente, el consejo es simple y consiste en dejar atrás el ego: “Me gustaría que no escribamos tantos libros, que nos despojemos de intentar ser famosos y nos dediquemos a recuperar la credibilidad”.