Los juegos olímpicos han terminado y, con ellos, un tiempo especial y una relación con lo trascendental.
Los monoteísmos con los que tenemos que convivir son más bien tacaños a la hora de distribuir divinidad. Las personas divinas son muy pocas (e incluso más de las que el monoteísmo necesita). A ellas se suman la Virgen ascendente y, después de complejos procesos judiciales, los católicos canonizados que alcanzan el umbral de santidad.
En la Grecia clásica, en cambio, la apoteosis (la transformación de la naturaleza humana en divina) era un fenómeno mucho más corriente y los juegos son un buen índice de ello.
Durante dos semanas contemplamos extasiados a esos diosecillos de las pistas, los aparatos, las carreras, los clavados, en suma: del aire, el agua y la tierra. Más allá de sus habilidades sobrenaturales nos maravillaba su belleza, que era, por supuesto, la que les había prestado la transfiguración: casi desnudos, siguiendo las convenciones sociales, estaban, sin embargo, vestidos de gracia.
Terminados los juegos aparecieron ante nosotros despojados de gracia: eran ahora el albañil, el abogado, la pediatra, el vendedor ambulante, la partera, los vendedores de contenidos a través de Onlyfans (como esas clases son culturales, dependen de todos los prejuicios). Habían vuelto a ser cualquiera, qualunques como nosotras, que los adoramos en su divinidad transitoria.
Para eso también sirven los juegos olímpicos: para situar como acontecimiento histórico el terrorismo monoteísta y para poder descansar de él durante un par de semanas durante las cuales, ¡lo vimos!, cualquiera puede ser un dios.