Las noticias nos trajeron ayer varias imágenes y declaraciones de Horacio Verbitsky. Estoy intrigada. ¿Por qué Verbitsky salió a hacer la revelación televisiva de que lo habían vacunado?
Daré una sola hipótesis, a la espera de que haya otras probablemente más certeras. No fue consecuencia de que hubiera decidido reparar, mediante confesión, el insulto moral que su vacuna significaba para los millones de viejos y pobres que todavía no fueron vacunados. Mi hipótesis va por otro camino, y es más o menos la siguiente. Aclaro que es una hipótesis no sustentada en datos, sino en el razonamiento sobre una situación, como si fuera el enigma de una novela policial.
Primero: téngase en cuenta que Verbitsky es alguien extraordinariamente informado sobre lo que sucede en las redes de inteligencia. Segundo: admítase por un momento que en esas redes circuló la información de que la vacunación de Verbitsky era conocida no solo por agentes amigos, sino también por agentes enemigos. Tercero: que en tales circunstancias alguien supuso que esos agentes enemigos podían filtrar ese dato al periodismo. Cuarto y último: su único camino era, entonces, hacer pública él mismo su vacunación, es decir madrugar al enemigo. Fin de la hipótesis. Debe haber mejores, pero esta es la única que tengo, por el momento.
Cosas así suceden cuando hombres o mujeres, que creen que han cumplido grandes tareas y se consideran a sí mismos fiscales de la democracia, se muestran incapaces de enfrentar una cuestión moral que los comprometa en términos personales. Son expertos para disertar sobre lo público y temibles críticos de ajenas desviaciones, pero les cuesta aplicar las mismas normas a un escenario que los incluya a ellos o a sus mandantes. No aceptan la crítica. O se creen santos o se creen víctimas. Salvan la patria pero no están listos a sacrificarse. Por eso, la corrupción de políticos kirchneristas y los hechos que llevan a la vicepresidenta ante los tribunales son discretamente desestimados o sencillamente asimilados a una maniobra política de la oposición.
En Argentina, la llegada de las vacunas ha sido tardía y escasa, si se la compara, sencillamente, no con Alemania o Escandinavia, sino con nuestro vecino Chile, donde gente de mi edad ya ha sido vacunada y me lo comunica con mensajes de alivio, sin que la vacuna recibida los haya obligado a pensar que, en ese momento, no les correspondía y estaban sacándole el turno a otro. Mis amigos chilenos no tuvieron que resolver ninguna cuestión ética para vacunarse, sencillamente porque la vacuna que les tocaba no se aplicaba por debajo de la mesa, ni en secreto, ni como reconocimiento de servicios prestados al Gobierno o a un partido.
Desde el principio tuve serias dudas de que la repartija de vacunas entre intelectuales y militantes siguiera no solo los protocolos sanitarios, sino los principios morales que, en algunos casos, la peste hizo pasar a un plano secundario.
Amigos del poder
pensaron que merecían
ser clasificados como
excepción a la
igualdad republicana
Un intelectual, como alguno de esos que recibieron una de esas 3 mil dosis que Ginés González García ordenó reservar para ellos, habría tenido la oportunidad de rechazar ese privilegio. Para rechazarlo era indispensable que no se considerara a sí mismo un VIP. Era indispensable que no se decidiera a seguir la indicación de "hablen con Ginés". Era indispensable que su ética respondiera a lo que, desde Sartre o desde Aristóteles, como ustedes quieran, se considera al dilema moral una situación que no debe encararse poniendo en juego las propias cualidades, ni los intereses personales, ni los servicios prestados.
Quienes figuraron en la lista de los 3 mil santos que recibirían la vacuna olvidaron ese principio fundador de la igualdad. Esos santos olvidaron que somos iguales en nuestra humanidad y somos iguales en la república, sin que esa igualdad pueda ser pesada en la balanza donde entran nuestros méritos en la carrera de la vida.
Los demócratas creemos que a la salud no se accede por mérito individual, por relaciones familiares o amicales, ni debería accederse por la riqueza. La salud es un derecho humano universal. Eso lo olvidó el fiscal de la República, que, hasta hoy, había sido el perfil preferido de Horacio Verbitsky. Durante años nos juzgó a todos los que no coincidimos con sus posiciones políticas, aunque, como él, hubiéramos sido opositores de la dictadura y hubiéramos criticado duramente al menemismo. Nada era suficiente para Verbitsky, excepto una fotocopia de sus posiciones. Es sectario. Tristemente, hoy le toca ser juzgado. No hay motivo de satisfacción. Aprender que posiciones diferentes no conducen a los mismos errores implica darse cuenta de que se puede pensar de diversas maneras y que la cuestión básica es la coherencia de principios y la buena fe con que se fundamenta la conducta propia.
La salud es un derecho humano universal. Eso lo olvidó el fiscal de la República, que, hasta hoy, había sido el perfil preferido de Horacio Verbitsky.
Hace pocos días, en un programa de televisión, revelé que me habían ofrecido la vacuna por debajo de la mesa y que la había rechazado, porque prefería morir ahogada a vacunarme en esas condiciones viscosamente secretas. No agregué que me hubiera avergonzado encontrarme con amigos y conocidos o saludar a la gente con quien hablo por la calle, si estuviera vacunada y ellos todavía formaran parte de los que esperan. No porque ellos conocieran mi privilegio, sino porque yo lo conocía. Nuestra sociedad ya es suficientemente desigual como para acentuar el rasgo desde una política sanitaria decidida por el Estado, y que intelectuales, dirigentes y vaya a saber qué otras profesiones y ocupaciones, lo acepten por vaya a saber qué méritos.
Notables amigos del poder pensaron que ellos merecían ser clasificados como excepción a la igualdad republicana. Creyeron que formaban parte de los santos de la república. Olvidaron que la republica no tiene santos ni elegidos sino ciudadanos. Olvidaron que la moral, en una democracia, tiene normas que nos incluyen a todos.
Quizá más grave haya sido que lo olvidara el ministro Ginés González García, con el conocimiento y la anuencia del presidente Alberto Fernández. Decidieron quiénes eran los santos VIP. Esa decisión deberá explicarse. También deberá explicarse qué llevó a los elegidos a sentirse tan a gusto en ese batallón de privilegiados.