Quien haya visto Mastermind de la directora Kelly Reichardt sabe que es una película a contracorriente de nuestro tiempo. Esto que llamamos el día a día, una suerte de aceleración continua que convierte a los adultos en niños tambaleándose con una cantidad de juguetes entre sus manos mayor de la que pueden llevar: si se hace complicado avanzar es porque siempre se cae algo cuando se quiere levantar del suelo otra cosa que cayó antes. Google nos lleva a un lugar en el que no sabemos qué estamos haciendo ahí y, peor, nos olvidamos de dónde veníamos.
Mastermind cuenta la historia de un hombre común que ha estudiado artes y pasa los días en el garaje donde tiene un improvisado taller de carpintería, su aparente oficio. Vive con su mujer, quien trabaja en una oficina, y los pequeños hijos crecen mientras sus padres, un matrimonio acomodado, lo visitan constantemente y no dejan de recriminarle que haya perdido la brújula en una vida que flota entre el desempleo y la contemplación.
Este hombre tiene una obsesión: unos cuadros de Arthur Dove colgados en el museo de la pequeña ciudad de Massachusetts en la que vive. La acción (una manera de llamarle) transcurre en los años 70 en Estados Unidos, donde el fuera de cuadro deja llegar ecos de Vietnam y del descontento estudiantil que rozan generacionalmente al protagonista.
La piel de la película es un velo de época con colores que huyen del brillo y todo está suspendido en un ensamble de colores mate. El tiempo se estira sin ninguna elipsis y la cámara va detrás de la vida de este hombre, quien, poco a poco, comienza a planificar el robo de los cuadros de Dove con unos secuaces. La única tensión que se comienza a tejer es por la intriga de encontrar la pulsión en toda esa logística que roza el absurdo. Por no haber, no existe siquiera un plan para convertir en beneficio el robo. El asalto finalmente se perpetra, pero de una manera pueril, provinciana. Recordé, entonces, la historia que María Gainza cuenta en su libro Un puñado de flechas del robo de un Vermeer y otros cuadros en el Museo Isabella Stewart Gardner de Boston, donde la guardia nocturna eran solo dos jóvenes que van a trabajar después de ensayar con su banda de rock y que, cuando en plena noche suena el timbre del museo, abren la puerta a los ladrones. En Mastermind todo será aún mucho más naif.
Al abandonar el cine y encender el celular para conectarlo al sistema, me doy cuenta de que en la película solo hay una pantalla: la del televisor del protagonista que tiene en el garaje, encendido y mudo todo el tiempo. Aún no habían llegado las cámaras de vigilancia a los museos. La única activa en la película es la que se utiliza para filmarla. ¿Qué narra Mastermind? Quizás todo lo que no podemos ver hoy y por eso, mientras transcurre, no se espera un giro disruptor a la manera de David Lynch ni una persecución policial obsesiva digna de Michael Mann. Kelly Reichard para el tiempo y eso es bello, tanto que al volver a la calle lo es más al evocar las dos horas de pausa que dejamos atrás. Si quitamos capas a la aceleración actual, en cada una de ellas, quizás, vayamos viendo que buena parte de la acción consiste en la acumulación con voluntad obsesiva de un cúmulo de ejecuciones sin objeto claro que inflaman el tiempo.
En la época que sucede la acción de Mastermind, se estrenó una comedia de Hollywood llamada Si hoy es martes, esto es Bélgica, que contaba las peripecias de un grupo de turistas que paseaban por varias capitales europeas en pocos días. El capitalismo, entonces, comenzaba a acelerar los cuerpos; hoy produce lo mismo, pero sin necesidad de salir de la habitación.
* Escritor y periodista.