Fernández cambió una vez más la yerba. Cristina, Máximo y otros jefes de La Cámpora acomodaban fieles en las listas. Con el termo debajo del brazo, Fernández dudó. No sabía a quién le tocaba. Comenzó la primera ronda por la derecha. La segunda por la izquierda. Uno dijo “no quiero más”. En la siguiente lo salteó. Después fueron otros dos los que decidieron pasar. A las dos rondas siguientes habían vuelto a pedir. Se sentía confuso. Cansado. Tenía ganas de volverse a su departamento prestado en Puerto Madero, pero esa noche Albistur le pidió que regresara al amanecer porque lo necesitaba para él.
¡Que cebe otro!, pensó, molesto. Fernández dijo: “Perdón, pero...”. No llegó a terminar. Máximo y el Cuervo Larroque volvieron la cabeza hacia él con el gesto contraído de quien escucha un sonido irritante.
Fernández quedó con la boca abierta. La cerró. Cebó un mate y ofreció. “Cambié la yerba, quién quiere el primero”. Rodeó la mesa mientras cebaba. Trató de pispear quiénes eran los militantes que anotaban. Nadie le preguntó si acaso tenía a alguno para proponer.
Ser elegido candidato a presidente le parecía suficiente. Compensaba todas las humillaciones. Aun así no podía evitar un cierto malestar.
“Después de todo, al que van a putear es a mí”, temía. Atrás del bigote, de la sonrisa, de los dientes, en el túnel al estómago, la acidez de un recelo le remordía el pecho. “¿Y si al final quedo más boludo que Scioli, que Aníbal y que Massa?”.
Cuando se acabó el agua, volvió a la cocina. De camino, arriesgándolo todo, con el corazón en la boca, contuvo la respiración y giró hacia la puerta del baño de hombres. Movió el pomo lentamente y abrió. Se quedó inmóvil, en suspenso. No escuchó nada. Seguían en lo suyo. Entró al baño, cerró con extremo cuidado y se apoyó de espaldas a la puerta. Suspiró, aliviado. Estaba en su territorio.
Escuchó vaciar la taza del inodoro. De uno de los cubículos salió un holograma de Máximo. Se bajó la cremallera con aire amenazante. Fernández le dio un cachetazo. El holograma cayó de rodillas. Medio cuerpo de una Cristina en relieve se encendió en el espejo que cubría la pared de los lavabos. Los ojos llorosos pedían clemencia para su hijo. Fernández la miró con indudable desprecio. Dijo: “Todo lo que hiciste fue deplorable”, y le dio una patada en los huevos al holograma. Máximo entró en cortocircuito. Sus pocas luces se apagaron contra el piso. La imagen de Cristina gritó: “¡Viene por todo!”. El baño se llenó de zombies. Salían de los respiraderos, los mingitorios, los lavabos, cantaban: “Cristina corazón/acá tenés los pibes para darle una lección”.
Rodeado, Fernández se arrancó la corbata y se abrió la camisa. Dejó al descubierto el vello del torso, los bíceps como huevos de avestruz, la tabla de lavar de los abdominales. Pegó donde dolía. Encaró a su derecha a mujeres que querían arañar su figura, Diana Conti, Gabriela Cerruti, Débora Giorgi. A la Cerruti le dejó marcada una frase en la mejilla: “Se bancaron a Boudou, Moreno, Milani, el pacto con Irán... ¿sigo?”. La pobre mujer se desvaneció de espaldas. Junto con ella, por el efecto dominó, cayeron todes los que estaban detrás. Fernández sopló el humo del dedo índice de su mano derecha como si fuera el cañón de una pistola que acababa de disparar.
A su izquierda, una horda de punteros, intendentes, dirigentes sindicales y ex funcionarios presos de ira, De Vido, Baratta, Schiavi, José López, le tiraba tarascones. Fernández hizo restallar su látigo. Rugió: “Militontos, se creen revolucionarios y son tristes repetidores de mentiras”. Guillermo Moreno, Santiago Cúneo, Magario, Espinoza, los Moyano y todos los demás, retrocedieron. Se retreparon sobre los lavabos. Fernández metió la cabeza dentro de la boca de cada uno de ellos y la sacó. Dio tres latigazos más y los vio huir espantados.
Reía todavía, a carcajadas, cuando escuchó, como en un sueño, que alguien pedía por él: “¿Qué pasa con el mate, Alberto?”. Salió apurado del baño. Puso la pava a calentar y cambió la yerba.
*Periodista.