La selección nacional había empezado la carrera mundialista con un traspié de esos típicamente argentinos. Típicamente, los opinadores futbolísticos salieron a matar a la escuadra (“somos los peores”) y los melancólicos hinchas empezaban a refugiarse en excusas pueriles (“somos chiquitos”). No podía ser de otro modo, porque ya se sabe que la argentinidad tiene dos precios: lo que podríamos valer y lo que realmente valemos y en esa tensión se cifran todos nuestros fracasos: resentimiento y angustia.
Después todo cambió y aparecieron las otras patrias. Contra Países Bajos (se ha comprobado que el cambio de nombre de la “marca” fue una estrategia para bloquear el famosísimo “el que no salta es un holandés”) apareció el padecimiento patriótico: “Si no hay sufrimiento, no es Argentina”, dijo un jugador, y un amigo confesó que envejeció diez años durante los escalofriantes minutos finales de ese match implacable.
Ahora solo nos resta cruzar los dedos para mañana: lo mejor ya pasó
Yo me quedo, sin embargo, con las tres Argentinas del partido contra Croacia, cada una responsable de un gol. Primero la picardía criolla, con ese penal medio inventado pero que desanudó la algarabía. Después la locura y el sinsentido de una carrera completamente fuera de libreto y sin plan alguno. Julián Álvarez dijo después: “La cancha venía mal, la pelota venía picando mal en la cancha, por suerte me fue quedando”. Esa Argentina, la que vive en el azar, es tal vez (para mí) la más apasionante. Y después la tercera, que es tal vez la más noble, y la que más se nos escapa: la jugada maestra, el jueguito, la complicidad Messi-Álvarez, lo que se llama una comunión, el cuerpo común, el agenciamiento de dos seres para formar una máquina única, el ronroneo de lo que funciona bien a partir de la sabiduría innata pero también de la certera reflexión.
Fue el partido que más disfruté (no vi todos). Y fue precisamente por ese repertorio de lo que nos constituye: la picardía transgresora, el arrojarse a lo impensado o inimaginable (el “¡mah sí!”) y la comunidad intelectual.
Ahora solo nos resta cruzar los dedos para mañana. Lo mejor ya pasó, solo falta la merecida corona para Messi. Y ya que estamos, el Museo Messi, para que visite nuestra Beatrice durante el próximo Mundial.