De esas tres potencias, dos han enviado en estos días a Buenos Aires a sus máximos líderes políticos. La presencia de Vladimir Putin y de Xi Jinping en la Argentina, uno antes y el otro después de la reunión de los Brics en Fortaleza, deja una marca fuerte en el perfil de nuestra política exterior y compromete a los actores a adoptar comportamientos cercanos –aunque no iguales– a los de los miembros de una alianza.
La reunión de los Brics es otra pincelada en el fresco de la “transición” desde un orden mundial a otro, que se va definiendo a trazos cortos y lentos, pero seguros, en estos años, y al que se van añadiendo protagonistas que antes no figuraban en la escena. Se anunció ya la creación de un banco y un fondo de reserva; el banco tendría su sede en Shanghai y la presidencia correspondería a la India durante los primeros cinco años. Contará con un fondo de talla (US$ 100 mil millones), cuyo principal aportante será China. El acuerdo define sus órganos de gobierno y administración y confirma la voluntad de sustituir gradualmente el dólar por las monedas locales.
Como iniciativa económica y financiera con banda sonora política, la creación del banco y del fondo aspiran a dar a luz instituciones parecidas al FMI y al Banco Mundial. Si bien de tamaño y composición más modestas al comienzo, el reto al orden mundial post 1945 es tan claro como primerizo. Pero sobre todo abre, a partir de 2016, y luego de formalizados todos los pasos constitucionales y organizativos, un surtidor de fondos para proyectos encarados por los miembros del grupo, y por aquellos que lo integren en el futuro. Argentina, México, Indonesia y Australia, por ejemplo, ya se han encolumnado entre los postulantes.
La actitud que adopten los EE.UU. frente al crecimiento horizontal y vertical de los Brics y a la influencia en el grupo de China y Rusia (dos actores supérstites del orden mundial post 1945) seguramente caerá en los casilleros de análisis del Departamento de Estado y del Pentágono, que ya vienen siguiendo la evolución de esta dupla en otros horizontes, uno someramente ya tratado: Eurasia, y otros que no son menos relevantes, como el Mar de China y el Pacífico sudoccidental.
Si bien es cierto que, como en la vida, la sociedad humana siempre está en transición, hay épocas en las que esa transición se acelera y otras en las que se atolla. La actual es una de estas últimas, caracterizada por la renuencia del poder, consolidado alrededor de una gran potencia otrora indisputablemente hegemónica, a admitir la modificación de la realidad mundial como consecuencia de hechos económicos, sociales y políticos generados en otros centros de decisión más o menos autónomos.
Rusia y China, pero igualmente la India de Narendra Modi (que –barruntamos– dará que hablar) y la vocación y convicción con que Brasil desarrolla su liderazgo, integran esa breve lista.
Aquellos dos Estados revistan en una categoría aparte, ya que integran a la vez el Consejo de Seguridad y los Brics; es decir, son testigos y transmisores en los dos sentidos de la polea de las tensiones, acometidas y tendencias que se ventilan –y de las decisiones que se toman– en ambos exclusivos grupos de diseñadores de las grandes líneas del futuro internacional. Además, China, tesorero principal del nuevo y fortalecido grupo, eleva de modo sutil su nivel de interlocución con Washington y comparte con Moscú una suerte de vocería de los otros tres, en Nueva York y en Washington. Para Putin, el paso adelante dado por los Brics en Fortaleza refuerza su influencia en Naciones Unidas, ya consolidada en los casos de Siria y de Irán.
La consideración de la composición del ADN histórico y social de cada uno de los tres países líderes, ilustra la variedad de los contactos sociales, culturales, geográficos y comerciales que los llenan de polaridad positiva o dificultan mucho todo acercamiento “blando”, para usar la nomenclatura de Joseph Nye, con la que –como dijimos– no coincidimos del todo.
El novelista ruso Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, tratando de disipar un enigma, dijo: “En Europa nos consideraban asiáticos, mientras en Asia también somos europeos”. Esta doble pertenencia histórica, geográfica y social rusa, y su aptitud específica para desempeñar los dos roles, cifra una peculiaridad que sube su “piné” estratégico. Este ingrediente imposible de cuantificar no figura en la fórmula estratégica de los EE.UU.
En cuanto a China, las caravanas de camellos ya hacían huella en la Ruta de la Seda en el siglo III a.C., enviando a Occidente especies, pieles y telas, cuyo alto precio –según Séneca– movía a sus compatriotas “a arruinarse para que sus mujeres se pusieran géneros de voile de seda, cuya transparencia ofendía el pudor”. Para China, comerciar hacia el oeste es una práctica milenaria, que incluye –invariablemente– abstenerse de invadir sobre ese cuadrante.
Este “ignorar (chino) el Oeste” como espacio a ocupar se ilustra con algunos fogonazos. Alain Peyrefitte, en su libro El imperio inmóvil, habla de la inmutable convicción china de ser el “centro” del mundo; y de clasificar a los seres humanos en tres categorías: “Los hombres con los cabellos negros”, o sea los chinos (únicos civilizados); los “cocidos”, que son los que llegan al Imperio a testimoniar su obediencia al Orden Celeste en la persona del Emperador; y los “crudos”, que son quienes no han podido (perdonable) o no han querido (imperdonable) formar parte de la Civilización. Estos detalles los escucha en San Petersburgo, en 1793, el jefe de la gran expedición británica a Beijing, Lord Macartney, de boca de un inquietante personaje llamado Bratitcheff, durante una cena en lo del príncipe Galitzine.
Complemento de esta característica es la subdivisión que, hasta bien entrado el siglo XIX, se hacía en China entre cuatro categorías sociales, lo que relegaba a los comerciantes a la última, reservando la primera para los letrados (sabios, “léidos”, mandarines, profesores, calígrafos); la segunda para los campesinos, y la tercera para los militares.
Los comerciantes eran los únicos que se acercaban con sus productos a los límites del Imperio (región aún hoy llamada Sin Kiang, “frontera exterior”) y los intercambiaban –en Samarcanda o en Xi’an–. Y así, los pueblos de la interminable estepa se fueron arrimando al hábito del comercio con los primeros eslavos, mucho antes de los tiempos de Iván el Terrible. Pero fueron también correveidiles entre dos mundos y dos visiones del orbe.
Una película del gran director japonés Kurosawa narra una historia verdadera ocurrida en la región del río Ussuri, la más remota de Siberia oriental. Los protagonistas: un ingeniero topógrafo ruso, Vladimir Arseniev y su guía chino Dersu Uzala. Los hechos transcurren hacia 1905. Uzala vive en los bosques y es cazador; le salva la vida dos veces a Arseniev. Surge una amistad a fondo y, años después, siendo Uzala un anciano medio ciego, es amparado por Arseniev.
Un cuento humanista, demostrativo de lo que puede la convivencia territorial prolongada. Y de los accesos que cierra su ausencia. En la historia entre China y Rusia ha habido sus más y sus menos, a veces muy duros; pero colocar la cercanía estratégica de hoy da la posibilidad de valorar –y utilizar– la experiencia adquirida durante tantos siglos de vida en común en la región.
Carecen los norteamericanos de esa napa sedimentaria de siglos de trato en el centro del Asia profunda –y de la doble identidad rusa–, ya que el poderío yanqui nace de una condición psicológica y estratégica insular (entre dos océanos), lo que hace que ese país sea deliberadamente selectivo de los teatros en los que intervino a partir de su independencia. Hasta 1917, y sobre todo luego de la llegada del día de la victoria, en 1945.
Pero las simetrías, diferencias y potencial de los EE.UU. en Eurasia y en el Pacífico sud serán consideradas. Junto con “las grandes maniobras” estratégicas que se avizoran en un siglo hasta ahora tan movedizo y dramático como el que se fue.
(Continuará)