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Cine

Las tres Romas

Hay otras maneras de ver cine y también se puede cuestionar a los maestros cuya grandilocuencia molesta.

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| Cedoc

Cuando descubrí que en Islandia existe el Jólabókaflód, la tradición de regalar libros en Nochebuena y pasar la Navidad leyendo, decidí plegarme a ella, pero después pensé que en Islandia está todo oscuro afuera y no es como la Costa Atlántica. Por lo cual me fui a nadar y quedé muy cansado como para leer, así que recurrí a Netflix. Y en Netflix estaba Roma, de Alfonso Cuarón, una película que me había negado a ver porque me habían dicho que era un bodrio manipulado, oscarizado, latinoamericanizado, sentimentalizado y políticamente correctizado. Pero como todo el mundo hablaba de la película, terminé viéndola.

Era la tercera película llamada Roma que veía en mi vida. La primera fue la de Fellini (1972) y la segunda la de Aristarain (2004). La actual es una secreta continuación de las anteriores (un secreto desconocido incluso para el director): son tres películas autobiográficas y personales de directores que comparten cierta idea sobre el cine. Más allá de que son películas sobre la memoria, las tres remiten a una costumbre que se va desvaneciendo con el tiempo: que el cine es para todo el mundo (y eso no tiene nada que ver con la taquilla). Me refiero a esa ingenua y poderosa certeza por parte del espectador de que está frente a algo que puede llamar arte (aunque no logre definirlo) y tiene un carácter bifronte: por un lado, un conjunto de destrezas que convocan la emoción. Por el otro, una comunicación con el autor que excede la suma de esas habilidades. Fellini, especialmente, despertaba esa idea de que uno estaba frente a algo verdaderamente grande, que no se veía todos los días. La Roma de Cuarón, con su perfección técnica y su imaginación paradójicamente precisa, tiene mucho de eso.

Hay otras maneras de ver cine y también se puede cuestionar a los maestros cuya grandilocuencia molesta. Se les pueden achacar simplificaciones o exageraciones, se puede sospechar de ellas. Leo un tuit indignado que se pregunta “cuantas más películas sobre la memoria de gente rica vamos a tener que seguir viendo”, otro en el que se rechazan las escenas del auto en el garaje, un tercero que protesta contra la circunstancia extrema y casual en que la heroína se encuentra con el padre de su hija. Curiosamente, el primer tuit confunde la posición social de la familia (clase media, padres profesionales, que en países como México o la Argentina solían tener personal doméstico), el segundo no advierte que Roma es una historia contada por vías paralelas, una de las cuales es la del auto. Al tercero podría replicarse que Cuarón mete todo en Roma: toda su infancia y todo México (incluyendo la masacre del jueves de Corpus), pero que esa acumulación tiene una base obsesivamente real pero también un segundo tono discretamente onírico (surrealista, buñueliano, hasta fellinesco) coherente con el encadenamiento de todas las cosas entre sí. De ese desdoblamiento provienen tanto la escena del incendio (allí aparecen los verdaderos ricos) como algunos personajes sublimes o absurdos (Cleo, la abuela, el profesor Zovek), así como los dos grandes momentos dramáticos de la película, monumentos a la duración justa del plano y a la distancia exacta para narrar, alejados tanto del resumen como de la truculencia. Esta es una gran película: no sean tontos y véanla.