Reflexionar sobre palabras parece trivial en un momento tan delicado como el de la pandemia. Sin embargo, por motivos poco felices, el Covid-19 ha ubicado a las personas mayores como trending topic. Difícilmente se haya mencionado tanto a este grupo como ahora. ¿De qué modo?
Solemos pensar que la vida se divide en etapas vitales relacionadas con factores demográficos; culturales, que determinan trayectorias de vida; biológicos, que marcan las canas; y cambios psicológicos que señalan madurez, experiencia o declives cognitivos.
De allí que la definición de las etapas vitales haya ido variando, como la de niño o adulto, tanto en su denotación (significado formal) como en su connotación (conjunto de significados alusivos, afectivos y contextuales). Sin embargo no parecería cuestionable que a un adulto le digan “adulto” o que a un niño le digan “niño”.
Pero al analizar términos como “viejo” o “anciano” encontramos que la denotación se pierde en un universo de connotaciones. La mera edad se vuelve un capricho interpretativo y el eufemismo batalla contra la posibilidad de objetivación cronológica.
El desafío de encontrar un término que represente a la persona, grupo o población parece imposible o connota alusiones más que elementos constitutivos del término. Por ejemplo: “No soy viejo/a porque me siento bien” muestra cómo un supuesto sentimiento gana sobre la definición.
Veamos otras curiosidades. La vejez describe una etapa vital, pero cuando aplicamos el sustantivo sobre un sujeto, se vuelve prohibitivo. Salvo que sean los padres, contexto en el que suena llamativamente distinto. Como un tabú moderno, habrá que evitar ese término, así como “anciano”, cuyo origen en español es virtuoso y, sin embargo, parece ser siempre alguien que uno no es.
Para formar términos que carezcan de significado negativo se intentan expresiones como “tercera edad”, “adultos mayores”, “personas de edad”, pero como su objetivo no es agregar sentido sino desplazar los demonios que la sociedad ha depositado en las letras V I E J O, los términos caen fácilmente en desuso. Trayectoria que evidencia la dificultad de ubicar uno que legitime la vejez con “todo” lo que contiene.
Frente a tanta connotación discursiva emerge el término “abuelo/a” que impregna el vocabulario de los medios.
¿Qué problema habría en una palabra que parece tan cariñosa? Su denotación estipula un lugar dentro de las redes familiares, pero no todos los abuelos son viejos y no todos los viejos son abuelos.
Es válido si lo profiere un nieto, pero por fuera su significado es impropio.
Establezcamos analogías: ¿le diría a toda mujer “mamá” o a todo varón “papá”? Y algo más: ¿le hubiese dicho “abuelo” a Borges? Seguro que no, porque se devela la connotación denigratoria cuando la palabra no es aplicada en su uso familiar.
La representación de los términos no es mera palabrería sino una red de significados que emerge, consciente e inconscientemente, y nos hace comprender la supuesta “realidad” de determinadas maneras.
La pandemia marcó una diferencia: ubicó la noción de vejez como un factor biológico que afecta según la edad, y sorprendió a quienes no creían ser viejos. Esto no implica solo una cuestión de biología; lo que importa destacar es que la edad está multideterminada, y no es una metáfora de un ideal social que no reconoce la vejez.
Las formas de la edad son más abiertas y no tienen tanto control institucional, pero el constructo de la edad, más concretamente la vejez, no debería ser una vergüenza ni una denigración: solo debemos reivindicar los términos para visualizar sus diferencias y la amplitud de vejeces existentes, es decir, la cantidad de formas de vivir teniendo más de 60.
*Psicólogo, especialista en tercera edad. Subgerente de Desarrollo y Cuidado Psicosocial de PAMI.