COLUMNISTAS

Llegaron las carabelas

|

La edición del 1º de agosto de este suplemento incluyó en las páginas cuatro y cinco dos notas secretamente conectadas. En una de ellas, Hernán Arias reseña la reedición de un libro de Tom Wolfe que contiene La palabra pintada, un ensayo en el que el autor traza con cínica elocuencia la transformación de las artes plásticas entre 1945 y 1975. En particular, se ocupa del auge y caída del expresionismo abstracto y de su reemplazo por el arte pop, y adjudica la desaparición definitiva del público al abuso de la teoría. Wolfe creía en 1975 que en literatura las cosas eran diferentes, dado que aún existían los lectores como entidad independiente del aparato crítico y las modas, pero escribía lo siguiente: “1) El mundo del arte es una aldea; 2) una parte de esa aldea, le monde, siempre está pendiente de la otra, la bohemia, atenta a la nueva ola que puede surgir, está aleccionada para creer en ella; 3) la bohemia consta de cenáculos, escuelas, grupos, círculos y camarillas. Por lo tanto, si un cenáculo alcanza a dominar al resto de la bohemia, sus puntos de vista serán los que dominen la totalidad de la aldea”.

Cambiando lo que deba cambiarse, esta frase nos lleva a la nota de la página de enfrente en la que el mismo Arias entrevista a Agustín Fernández Mallo, integrante del cenáculo, escuela, grupo, círculo o camarilla de escritores españoles llamado “la generación Nocilla”, que hace un mes desembarcó con gran ímpetu en Buenos Aires, donde Mallo y sus colegas Jorge Carrión y Eloy Fernández Porta fueron recibidos con algarabía y admiración por figuras rutilantes de la cultura vernácula.

Desconocedor hasta ese momento del fenómeno, leí lo que pude del material nocillista durante un largo viaje en avión. Empecé con Afterpop; la literatura de la implosión mediática de Fernández Porta, texto muy oportuno para leer a continuación del de Wolfe. Porta escribe con gracia e inspiración y su propuesta de terminar de una vez por todas con escrituras de medio pelo como la de Javier Marías –falso “garante de alta cultura”– para sustituirlo por los autores postpop, dominadores de la cultura contemporánea (alta y baja), tiene su atractivo. En plena euforia triunfalista, incluye este fragmento: “Digámoslo en forma algebraica: Ei = S x C – (M?). Es decir: la escena literaria independiente es el resultado de la presentación y puesta en valor de las obras partiendo de una actitud coolhunter, presuponiendo que el primer destino es el slipstream y manteniendo el Mainstream como incógnita”.

Allí dejé de leer a Porta y pasé a Los muertos, la novela de Jorge Carrión que ejemplifica la buena nueva y está construida como la transcripción de una serie televisiva donde los personajes de ficción muertos violentamente resucitan en un universo inspirado en Blade Runner y Los Soprano, premisa que tiene un antecedente en la saga El mundo del río de Philip José Farmer. El libro incluye una reseña de la serie en el New Yorker y un paper que terminan de redondear la alianza entre narrativa, discurso académico y medios audiovisuales. Ingeniosa y cuidada, la novela tiene el problema de buena parte de la ciencia ficción, el género del que no puede escapar: la imaginación del planteo apenas disimula sentimientos, políticas y escrituras terriblemente convencionales.

Me quedaba la obra en prosa de Fernández Mallo, es decir la trilogía que lleva el nombre del grupo, de la cual tenía a mano Nocilla Experience y Nocilla Lab. Descubrí que me faltaba la primera parte, Nocilla Dream, que todavía no fue distribuida en la Argentina, y dejé la lectura para otra oportunidad. Dado que hay tres poderosas editoriales detrás del desembarco de las carabelas, supongo que seguiremos oyendo hablar por un rato de la Nocilla, la golosina ibérica que acompañó al pop.