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Se murió doña Idalia Sarmiento, Etelvina, y lo comento con vos que la conociste bien. Vos me dirás que morirse a los noventa y cinco años no está nada mal sobre todo después de una buena vida. ¡Y qué vida!

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Se murió doña Idalia Sarmiento, Etelvina, y lo comento con vos que la conociste bien. Vos me dirás que morirse a los noventa y cinco años no está nada mal sobre todo después de una buena vida. ¡Y qué vida! Estamos de acuerdo. Entre todas las cosas sensacionales que dijo a lo largo de esos noventa y pico de años, está lo de la curiosidad que le provocaba la muerte. Para empezar decía lo mismo que Roberto Fontanarrosa cuando aseguraba que eso de querer morirse mientras uno duerme es una tontería porque la muerte es un momento muy importante y hay que estar bien consciente para aprovecharlo. Ella decía exactamente eso. Y decía otra cosa estupenda: “Tengo muchísima curiosidad por saber qué es lo que hay del otro lado”, y se reía. “Bueno”, agregaba, “ya me voy a enterar”. “Venga y cuénteme”, decía yo. “Estás lista, m’hijita”, retrucaba, “debe ser tan interesante que a una no le han de dar ganas de volver”. Y eso siempre me daba qué pensar. Ya sé lo que me vas a decir, Etelvina: que todo lo que decía doña Idalia daba qué pensar. Y, sí: una atea irredenta que te venga a hablar de lo que puede ser que haya después de la muerte, vamos. Pero lo que te quería comentar, Etelvina, es este asunto de querer saber lo que hay en realidad, sea después de la muerte o antes o lo que sea. Y es que doña Idalia era curiosa: ella quería saber. Ultimamente pienso que lo que en realidad quería era averiguar era el hecho de andar pispeando qué era lo que realmente había en lo que veíamos. Hubiera sido una estupenda investigadora, ¿no te parece, Etelvina? Me la veo aplicando el ojo al microscopio o resucitando viejos pergaminos o manipulando cifras metida hasta el cuello en la astrometría. Lo que le interesaba a ella era lo invisible que había (hay) detrás de lo visible, eso. Y en una época, Etelvina, en la que la curiosidad en las niñas estaba muy mal vista. ¡Si habremos tenido tías y madrinas que repicaban con eso de las niñas no deben ser curiosas ni haraganas! La enorme figura de doña Victoria Reina de Gran Bretaña e Irlanda y Emperatriz de la India sobrevolaba los colegios de monjas y los cuartos de costura y las que éramos niñas en aquellos tiempos, un poco más acá que los de doña Idalia, tratábamos de no ser curiosas pero mucho no nos salía. No es que yo diga que los años sesenta, los del siglo XX, estaban cerca, eso no, pero ya se respiraba ciertos aires de conmoción y venganza. Nos costó, eso sí, aprender que la curiosidad, ayudada por la rebeldía, la mentira y la desobediencia, hace marchar al mundo; qué digo al mundo, probablemente al universo, diga lo que diga el señor Hawking. Doña Idalia, bastantísimo mayor que nosotras, lo aprendió pronto, hizo todo o casi todo lo que se le prohibía, ni siquiera se ocupó de la sombra de doña Victoria y la pasó magníficamente en la vida. Y la debe estar pasando mucho mejor en la otra, lástima que no vaya a venir a contarme. Lo que sí podemos, al recordarla, es fantasear acerca de eso, la curiosidad. No hace falta, Etelvina, vos lo sabés bien, acercarse al microscopio o al astrolabio para hacer funcionar eso que nos hace sentir tan felices. Basta con mirar un cuadro, estar atenta al chico que pasa en bicicleta frente a nuestra ventana, ver La strada, leer un soneto del señor Shakespeare, deshojar una planta de lechuga, vigilar a nuestra gata que ve lo que nosotras no vemos, reflexionar sobre los relojes, sentir miedo, bailar un ritmo nuevo, llorar un poco como la lloramos a doña Idalia, y sobre todo saber que el mundo es ancho, nuestro por momentos, relámpagos dentro del ojo, ver. Y vendrán los filósofos y se preguntarán lo que vemos. ¿Vemos? Sí, siempre que entre risas desobedezcamos y seamos curiosas.