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Loor al error

Sí, bueno, acepto, estoy de acuerdo con usted, no le voy a discutir nada, le prometo.

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Sí, bueno, acepto, estoy de acuerdo con usted, no le voy a discutir nada, le prometo. Le creo, voy a admitir a los cuatro vientos que usted está en lo cierto. Y lo está. claro que lo está. Me refiero por supuesto al error. Eso. La equivocación, el paso en falso. El error. Revise usted, estimado señor, como lo hice yo, la historia de la humanidad y se va a dar cuenta de algo maravilloso. O terrible, según desde donde se lo mire. Y no me discuta porque me pongo de un humor de perros y ya bastante hay a nuestro alrededor como para citar a todos los perros rabiosos o no de la vecindad. Así que, atenti, ojo, con cuidado. Yo que tengo suficientes y tal vez demasiadas aseveraciones como para alimentar a siete generaciones de argentinos y argentinas peleadores de prejuicios, le digo que si revisamos la historia de la humanidad nos vamos a encontrar con algo difícil de rebatir: todo lo que se ha logrado, inventado, descubierto ha tenido una vida  previa dedicada a sostener que eso es una macana, un sueño, un sinsentido, algo para desechar y tirar al cesto de los papeles viejos e inutilizables. Un prejuicio, vamos, en su sentido antiguo y literal. Lástima, ¿no? Hubo ideas macanudamente atractivas dignas de figurar en un diccionario de los disparates. Y de hecho tengo la leve sensación de que existe una cosa así, un diccionario de lo que nunca debió haberse ni siquiera soñado. Pero bueno, el avión también fue un disparate literario durante siglos y siglos. “No hemos sido hechos para volar” dijeron durante milenios barbados señores (no había señoras que dijeran nada digno de ser recordado, aparte de que si había señoras barbadas eran pocas y se las dejaba rápidamente de lado, claro) que sabían muchísimo de la densidad del aire, del peso de los cuerpos y de las disposiciones tomadas de antiguo por el Padre Eterno y Sus Secuaces, cosa que era estrictamente indiscutible. Bueno, últimamente, usted se habrá dado cuenta, querida señora, todo puede ser puesto en duda, todo puede ser ubicado en el portaobjetos del microscopio y no le digo nada de la lente del telescopio. Y por qué no, vamos a ver. Yo que me jacto de no tener prejuicios, debo confesar que también los tengo y que de vez en cuando digo o me digo: “¡bah!, no puede ser” o incluso “dejame de macanas”. Hago mal, ya lo sé: “No me den consejos, sé equivocarme sola”, como decía mi santa madrecita y tenía razón (no en todas las cosas, pero sí en algunas cuantas y espero que mis hijos y mis nietos digan alguna vez eso mismo de mí). Lo cual no sé si debe querer decir que hay que aceptarlo todo o todo lo contrario, que no hay que aceptarlo todo no sin antes un sesudo análisis de todo lo relativo a eso que se pretende establecer. Eso. Eso es lo importante, digo. Lo que se quiere establecer. Porque si hay algo que me fascina es considerar que no hay nada definitivo para hoy y siempre; y que nada puede establecerse para siempre grabado en la piedra o en el hierro. Perdón, sobre todo si está grabado en la piedra o en el hierro, cosas ambas que sin espantosamente tendientes a la eternidad y la eternidad sí que es algo que suena a ese “para siempre”  tan contrario a nuestra naturaleza humana y nuestra naturaleza humana es  de lo mejorcito (y de lo peorcito) que hemos logrado después de siglos y milenios de prueba y error. Bueno, disculpe, pero tengo que observar algo: no estuvimos tan mal, ¿no? Mucha prueba, sí; innumerables errores, si, pero un montonazo de cosas buenas. Los bebés ya no nacen muertos por haber estado mal ubicados en la panza correspondiente. El sarampión tiene rápida cura. Si tenemos que viajar a Sicilia porque la abuela Gina está por estirar la pata, tomamos un avión y llegamos a tiempo. Mandamos un telegrama a la prima Odila y quedamos como reyes (y reinas) aunque no lleguemos a tiempo para su fiestita de los 87 floridos años. Y así por el estilo hasta que el resto de la familia diga que somos una monada. Y no me venga con que hay cosas más importante que la familia porque no se lo permito. Sobre todo ahora que mi tío abuelo Casiano sostiene que ésta vez sí que se despide porque ya lo vio a Tata Dios a las  puertas del cielo esperándolo en compañía de San Gabriel famoso portero del paraíso y de montones de angelotes rubios que vaya usted a saber qué están haciendo por ahí. Y terminemos, que el Cielo tan azul es un buen momento para poner punto final, amén.