Guillermo Piro, el traductor de El ingeniero, un libro que Juan Rodolfo Wilcock publicó en italiano tres años antes de morir, dice que la novela sería una estafa si no fuera porque la contratapa (escrita sin firma por el autor) permite reinterpretar desde una clave siniestra la monótona serie de cartas que la componen. Silvina Ocampo tildaba a Wilcock de “insensato en la producción literaria”. Bioy Casares relata que alguna vez imaginó un cuento sobre dos amigos escritores en el que uno es reconocido como un maestro mientras que el prestigio el otro se limita a los círculos literarios. Y, sin embargo, “aunque para el mundo el primero es el maestro, en las conversaciones entre ellos el maestro es el segundo.” Uno de los personajes es el propio Bioy y el otro es Wilcock y Bioy concluye: “cuando se trata de escribir libros el primero es el más capaz.” Cincuenta años más tarde, hay cada vez más gente dispuesta a afirmar la genialidad de Wilcock mientras que la estatura literaria de Bioy está un poco en entredicho.
La rivalidad entre ambos, la presencia de Wilcock en el círculo estrecho cuyo centro intelectual era Borges, el cariño que surgió con los años hacia el “ávido, hosco, desdeñoso, incomunicado Johnny” aparecen en Wilcock, una muy inteligente compilación cronológica de materiales diversos (principalmente de Bioy) a cargo de Daniel Martino. A diferencia del imprescindible, interminable, irreemplazable e inexplicablemente agotado Borges, este es un volumen de dimensiones abarcables.
El libro es una invitación al misterio de Wilcock, a ese contradictorio y tiránico magnetismo que llevaba a Bioy a decir: “A mí la opinión de Johnny me tiene sin cuidado, pero no me atrevo a poner en el fonógrafo discos de música popular americana, por ganas que tenga, si él está en casa.” A Bioy, la opinión de Wilcock le importaba apenas un poco menos que la de Borges. Y ese es tal vez el aspecto más fascinante del libro: el de ser, antes que un retrato de Wilcock, uno del propio Bioy, de su inseguridad como escritor, de las tremendas dudas que le generaban sus propias opiniones y que Wilcock se empeñaba en desestabilizar. Así como Bioy confiesa que su amigo le enseñó a amar a Brahms, no para de refunfuñar contra el puto que admira a escritores que él desdeña como Denton Welch. El ingenio para la insidia de Wilcock era notable: “Moravia comete pocos errores porque el nivel de su literatura es tan grosero que sus errores no se advierten”. “Le dice a Silvina que desde hace meses no practica el amor porque no tolera la colaboración.”
El Wilcock es también el testimonio de una diferencia de clase social que se expresa de un modo terrible en la crónica del viaje a Europa que Adolfo, Silvina, Johnny y Marta Mosquera emprendieron en 1951, cuando los Bioy se alojaban en los mejores hoteles y frecuentaban los grandes restaurantes mientras que a los otros les tocaba alojarse en pocilgas y comer en fondas. Pero las penurias de Wilcock, su crónica añoranza del dinero, de una vida más cómoda por la que tampoco hacía demasiado, que lo llevó a probar suerte en otro continente y en otra lengua para repetir su historia de marginal admirado, están también en el corazón de El ingeniero, que me parece ante todo una extraordinaria y secreta autobiografía.