En una entrevista publicada en The White Review, el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa cuenta que cuando se fue a vivir a Nueva York, hacia 1980, en su país no conocía a ningún colega, menos aun de su generación, y que la única persona con la que podía hablar de libros era un viejo profesor exiliado del franquismo. Pero en cambio, sigue Rey Rosa, “hoy en Guatemala abundan los poetas y los narradores”. Guatemala vivió una larga guerra civil que incluyó un genocidio y es de suponer que las circunstancias no ayudaran a la tertulia literaria. Pero la multiplicación de los escritores en Guatemala al cabo de 35 años parece obedecer a razones más complejas.
Hace poco leí un brillante librito del chileno Leonardo Sanhueza que se llama El hijo del presidente, en el que se narra la visita de Rubén Darío a Chile y su agitada vida social entre escritores y periodistas. Es decir, que hacia 1890 era natural la circulación continental de un poeta y periodista nicaragüense educado en El Salvador. Rey Rosa nos informa que esa camaradería regional era impensable en América Central un siglo más tarde, en principio por ausencia de poetas, pero también porque en esa época, más allá del famoso boom y sus secuelas, la literatura contaba sólo en unos pocos países latinoamericanos, incomunicados entre sí desde el punto de vista cultural.
Rey Rosa, de quien se acaban de publicar sus refinados Cuentos completos, es un perfecto ejemplo de escritor cosmopolita: vivió en Estados Unidos, en Marruecos, en España y en Colombia, nada muy distinto de lo que ocurrió en su época con Darío. Pero un poeta centroamericano de perfil más bajo, el costarricense Luis Chaves, es también parte de un mundo literario ramificado en distintos países, por no decir global. Chaves vivió tres años en Buenos Aires, y esta semana volvió a la ciudad en ocasión del Filba, festival de literatura que tiene ya siete años y que desde hace tres transcurre simultáneamente en Montevideo y en Santiago de Chile. Chaves acaba de publicar Salvapantallas, una breve novela que habla de la vida de un joven poeta en Costa Rica, en La Habana, en Buenos Aires. La contratapa incluye textos de Fabián Casas, de Pedro Mairal y de Samanta Schweblin, tres escritores argentinos de la edad de Chaves (alguno hace un cameo en el libro), bien establecidos en su medio, que le dan al costarricense una especie de bienvenida a la literatura continental que la invitación al Filba refuerza. Es que, a diferencia de lo que ocurría hace unos años, proliferan hoy los congresos, los encuentros, los festivales, las becas que con el aporte de la industria editorial y las universidades, de fondos estatales y privados, parecen haberle devuelto a la literatura el carácter de comunidad transnacional que tenía en tiempos de Darío. Es cierto que no todo lo que se presenta en los festivales es literatura. Dudo, por ejemplo, de que la nueva reina del policial escandinavo la practique. Pero el Salvapantallas de Chaves, este retrato del artista cachorro acechado por las adicciones de la época y arropado por los iguales, está signado por la necesidad de encontrar un hogar en la escritura, más allá del turismo cultural y la comunión con los amigos del oficio. La diferencia es imperceptible y lo es todo.