“Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Institute Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada”. Cada vez que releo este comienzo de Jakob Von Gunten, la genial novela de Robert Walser, mi memoria viaja a los años 80, cuando cursé Filosofía en la universidad de la calle Charcas. Había personajes increíbles como en ese libro. Estaba el tipo de anteojitos a lo Robert Fripp, que antes de hablar decía: “Primero quiero hacer un pequeño introito”. Creo que con él cursaba latín. Al rato todo la comisión lo llamaba Introito. ¿Vino Introito? ¿Te llamó Introito? Había otro, muy joven, del MAS, que andaba siempre con una boina y un pulóver peruano. Siempre acotaba, fuera el tema que fuera: “Porque ustedes saben, amigos, que en la Edad Media los árboles eran ninfas”. Pero el más genial de los personajes era el fan de Adolfo Carpio. Carpio fue una leyenda de la calle Charcas. Estudió en Friburgo y Heidelberg con Martin Heidegger, cuya filosofía enseñaba y difundía. Publicó el libro Principios de filosofía, que ya tiene como veinte reediciones. También tradujo el Tao Te King, de Lao Tse. Estaba a cargo de la cátedra de Introducción a la filosofía y de Metafísica. Según contaban en la facultad, el fan de Carpio fue su alumno y después pasó a ser su ayudante.
Para él, Carpio era Dios, aunque Dios no existiera. Fue tanta su amistad –como la de Coppola con Maradona– que Carpio lo llevó a Alemania a conocer a Heidegger. El maestro los recibió meditando sobre el Ser en su refugio de la Selva Negra. Ahí, mientras los tres caminaban por los senderos que se bifurcan, el fan, de súbito, paró a ambos hombres y le dijo a Martin Heidegger, dándole una pequeña pocket: “Maestro, ¿no me sacaría una foto con Carpio?”.