“... mientras haya en la tierra ignorancia y miseria, libros como este podrían no ser inútiles”. Así finaliza Los miserables, la novela que el escritor francés Víctor Hugo (1802-1885) publicó por entregas en 1862 y que se convertiría para siempre en un clásico indeclinable. Dramaturgo, poeta y ensayista, además de novelista, Hugo fue una figura emblemática del romanticismo. Novela realista, Los miserables sigue las peripecias de Jean Valjean desde que huye de la cárcel, en donde está condenado injustamente por haber robado un pan para alimentar a los hijos de su hermana, hasta su muerte tras atravesar todo tipo de circunstancias en las que Hugo penetra hasta el hueso en las condiciones de vida de las clases bajas francesas durante el siglo XIX y en los contraluces de la política, la religión, la justicia, la moral e incluso el amor. Esta poderosa pieza literaria pinta, en definitiva, las dos grandes dimensiones de la miseria. La material y la moral.
Como ocurre con los clásicos, el relato trasciende el tiempo y la geografía. Las dos miserias están presentes hoy. En la Argentina, concretamente, el 42% de la población es pobre y un 31% de los hogares está por debajo de esa línea. Un 10,5% de hogares se ahoga en la indigencia. Todo esto afecta a 19,4 millones de personas. Son cifras oficiales, emanadas del Indec. Viscosa, ominosa, esta mancha no deja de extenderse sobre el ya sombrío escenario nacional. Aún se les puede volver la espalda dedicándose a seguir obsesivamente los vaivenes de Masterchef, de los adulterios y separaciones de famosos, de los posibles superclásicos por jugarse en las próximas semanas, aún es posible dedicarse al deporte nacional de cruzar insultos en las redes sociales (especialidad en la que se destacan incluso políticos, funcionarios, un mandatario y ex mandatarios de todo pelaje), pero por muy alto que sea el volumen de la orquesta de la indiferencia el Titanic se hunde sin remedio.
Sin embargo, una cosa es la miseria económica y material, y otra son los miserables. Salvo para los deterministas y los carcomidos por el veneno del prejuicio, quienes padecen la miseria económica no por ello carecen masiva e irremediablemente de valores como la empatía, la cooperación, la solidaridad o la compasión, ni de la voluntad de vivir para algo y de vivir para alguien. La mayoría de ellos son pobres de toda pobreza, muchos han caído (o nacido) en la indigencia, pero no han perdido la dignidad humana por la cual deben ser respetados. Kant (el gran pensador de la Ilustración en la Alemania del siglo XVIII) consideraba que el reconocimiento de tal dignidad en el otro es la base del respeto. Son pobres, menesterosos, necesitados e indigentes, pero no miserables.
Dejemos este calificativo, en cambio, para los que evidencian el otro tipo de miseria. La moral. Estos lamentablemente abundan, y no padecen penurias económicas. Al contrario, muchos de ellos, desde sus funciones, desde sus poderes y desde sus enjuagues en la lucha por el poder, lucran de diferentes maneras con los padecimientos de las víctimas de la miseria material. En estos días de pandemia, de obscenas transas políticas (tanto oficialistas como opositoras), de fétidos enjuagues y cálculos preelectorales, de desvergonzada búsqueda de impunidad para lo imperdonable, de un desprecio por la salud, la educación y la seguridad oculto tras discursos mentirosos, de patética ausencia de autoridad (no de autoritarismo, sino de la autoridad que se asienta y abreva en la conducta, la palabra y el ejemplo), la miseria moral también aflora y se expande tanto como la material, solo que ambas no conviven en el mismo espacio, aunque sí en el mismo país.
Algunos de estos miserables consiguen siempre sus propósitos: el poder, la perpetuidad en el poder, la impunidad, cosechan frutos de la corrupción y de negociados, etcétera. Y a ellos les cabe la reflexión de Víctor Hugo en la novela, acerca del fanático policía que persigue incansablemente a Jean Valjean: “Es indudable que Javert, en su felicidad, era digno de lástima, como todo ignorante que triunfa”.
*Escritor y periodista.