Sobre el cuero apolillado de un animal extinto que supo reinar en la América del Sur, los dos monstruos que habían sobrevivido al combate, Decadencia y Catástrofe, se miraban con odio. Entre ellos yacía inerme el cuerpo hediondo de Mediocridad y, por encima de sus cabezas, piaban con terror Productividad y Trabajo, encerradas cada una de esas bestias famélicas en jaulas de oro diminutas.
Mediocridad no había tenido ni la fuerza ni la imaginación para luchar contra dos enemigos tan imprevistamente fuertes que, ahora, chapaleaban en sangre, mientras recuperaban el aliento. Asintieron al unísono antes de lanzarse sobre el cadáver de Mediocridad. Decadencia arrancó un costado de la bestia muerta y se lo tragó de un solo bocado. Catástrofe se entretuvo con la cabeza, a la que dejó en sus puros huesos, antes de abalanzarse sobre las entrañas todavía palpitantes.
Los chasquidos de la carne desgarrada se mezclaban con los gruñidos de satisfacción.
Repuestos y ensangrentados, los monstruos se miraron: estaban dispuestos a matar nuevamente, después de haber tomado de Mediocridad la mejor parte.
Catástrofe hacía retumbar sus pezuñas sobre el cuero inane que delimitaba el espacio de combate. Inflaba sus belfos de animal joven. Ya no le importaba nada.
Ahíto también de Mediocridad, Decadencia se aprestaba a un nuevo asalto cuya estrategia todavía no había decidido. ¿Lanzaría nuevamente sobre su némesis su baba cáustica para luego sorberla nuevamente, junto con los fluidos enemigos?
La luz de la alborada aumentaba el brillo de Decadencia y de Catástrofe. De lejos, no parecían monstruos. Pero lo eran.