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Los otros excluidos

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El enojo del gobernador Kicillof duró poco: de un viernes a un lunes. De los exabruptos por la poca decencia política de la oposición a tener que negociar con más de cincuenta intendentes de Juntos por el Cambio para que haya quórum en la Legislatura provincial y la ley de reforma impositiva pueda debatirse. La letra no escrita es que la Provincia más rica del país y que más ha cedido recursos de coparticipación a la Nación en la era democrática no absorba tantos fondos que deje fuera de juego a los municipios en sus próximas indexaciones impositivas. Pero el bolsillo es uno solo: el del contribuyente, convidado de piedra en todo este proceso.

Las evidencias son abrumadoras. En los últimos 75 años, la Argentina fue el único país con una tasa de inflación anual promedio de dos dígitos. También en que el PBI por habitante se estancó mucho más que la región, de por sí una de las de más bajo crecimiento en el mundo. Pero a la hora de elegir las causas, la batalla académica terminó imponiéndose sobre el sentido común.

Por mucho tiempo se discutió si la inflación se debía a la existencia de un crónico déficit fiscal, a una puja distributiva sin arbitraje o a una debacle en la productividad de la economía que terminaba por echar del mercado mundial a la producción local. Las recetas fueron alimentando las usinas de política económica del más variado pelaje, que se mezclaban con la legalidad y la legitimidad de cada gobierno. Pero los resultados terminaban siendo los mismos: inflación, estancamiento del empleo, la producción y empobrecimiento de la población.

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Como el factor común fue en todos estos casos la persistencia del déficit fiscal (primario o también empeorado por los servicios de una deuda eterna), la pregunta viró a cuestionarse si era inevitable tener números en rojo. Y la respuesta fue un triple no: a) no todos los países tienen déficit; b) si lo tienen, es de otra magnitud y c) en la comparación histórica, fue un fenómeno que fue agravándose en lugar de ir disminuyendo. Estas cuestiones terminaron por enfocar el problema del déficit en dos direcciones convergentes. La primera es destacar que lo que importan no es su magnitud, sino la tendencia a disminuir con el tiempo gracias al crecimiento económico. La segunda es la que la trampa fiscal que encierra ahoga el desarrollo económico y por lo tanto impide su corrección automática con el tiempo. En esta visión lo que termina pasando es que la búsqueda incesante de un equilibrio fiscal de corto plazo lleva a echar mano de métodos recaudatorios fáciles de ejecutar, pero que ahogan la inversión y enciende el motor de un círculo vicioso de pobreza, endeudamiento y estancamiento.

De 1998 a 2018 la economía argentina elevó casi 15% del PBI la participación del gasto público total (Nación + provincias + municipios), un nivel global casi 10 puntos más alto que el promedio de la región y que explica el aumento de la presión impositiva promedio en el país.  La explicación se debe fundamentalmente a tres factores, cada cual responsable de casi 5 puntos de la expansión del gasto total señalado: el gasto previsional (nacional), el gasto corriente en las provincias y municipios y los subsidios a los servicios públicos. El financiamiento ha provenido sucesivamente de tres fuentes, que variaron durante estas dos décadas según su disponibilidad y el mix que eligió cada gobierno: emisión monetaria, impuestos y emisión de deuda.

Llegamos así a 2020 con dos de los caminos cerrados por la mala praxis anterior: mucha más emisión sería inflacionaria y no hay más crédito voluntario a un país en default virtual. Por lo tanto, los impuestos parecen ser la única salida disponible. ¿A qué costo? Extraer más recursos al sector productivo y a las personas con capacidad de ahorro. Es la emergencia y así se vota en todas las Legislaturas bajo la advocación de la solidaridad y la reconstitución productiva. La incógnita está en sin habrá capacidad de reorganizar la estructura económica para que genere más ahorro e inversión y así poder, luego de una década perdida, empezar a crecer un poco. Un objetivo modesto que hoy parece una utopía.