En marzo de 1970, Pier Paolo Pasolini visitó la Argentina. Vino acompañado de Maria Callas, o mejor debería decir que la que vino fue Maria Callas acompañada de Pier Paolo Pasolini, porque efectivamente la celebridad era ella. En todas las fotos de aquellos días, Pasolini aparece en segundo plano, como falso consorte, a veces unos metros, a veces unos centímetros detrás de la Callas. Ella venía de soportar un período tristísimo, luego de su separación de Aristóteles Onassis y luego de que éste contrajera matrimonio con Jacqueline Kennedy. Tal vez aprovechando esa debilidad o tal vez no, simplemente porque lo deseaba, Pasolini le propuso a la soprano protagonizar Medea, papel que ella aceptó y que significó su única intervención eficaz en el mundo del cine.
En 1970 gobernaba Onganía, lo que significaba que todos los organismos oficiales, como siempre en tiempos de dictaduras, estaban contaminados por la presencia de al menos un militar. Y claro está, regía la censura, esa Gestapo del espíritu, por la que siempre sintieron atracción todos los gobiernos, fascistas y no fascistas. Porque, como decía Barthes, el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir; de modo que si impedir decir no es fascismo, parecen decirse los gobernantes argentinos, entonces impidamos. Teorema, de Pasolini, había intentado estrenarse en la Argentina en 1969, pero el film no había pasado el control de calidad moral de la censura. Invitados Pasolini y Maria Callas a presentar Medea en el Festival Internacional de Mar del Plata, algún iluso pensó que era la ocasión propicia para que se exhibiera de una buena vez Teorema en la Argentina, pero estaba equivocado.
Quedan pocos registros de esos tres días que Pasolini y Callas pasaron en Mar del Plata: una rueda de prensa donde los presentes querían saber más del supuesto amor entre el director y la cantante, algo que tenía mucho de cierto y mucho de delirio: Pasolini había dicho alguna vez que después de su madre, la mujer a la que más amaba era Maria Callas, lo cual podía ser estrictamente serio, porque de esa afirmación quedaban excluidos todos los hombres que amaba, o al menos uno, el más importante: Ninetto Davoli. Seguramente Maria Callas había cedido a los encantos de Pasolini: bello, atento, inteligente, bien educado y dulce: todo lo que necesitaba una mujer herida.
Para muchos, entonces, los ojos estaban puestos sobre Maria Callas. Como para Eugenio Newton, un argentino descendiente del granjero estadounidense Joseph Glidden, el inventor del alambre de púas, quien apasionado de la ópera se aventuró al Alvear Palace donde estaba alojada la cantante y la esperó en el lobby, cámara fotográfica en mano. Cuando la diva apareció, Newton se acercó a ella y le preguntó si tendría la amabilidad de posar para él, cosa que milagrosamente ella aceptó. Newton le tomó una foto y luego le propuso salir a la calle, donde podría retratarla con mejor luz. Milagrosamente también, Callas aceptó, y Newton pudo tomarle una segunda fotografía. Para luego decepcionarse al descubrir que había olvidado sacar la tapa del objetivo: dos fotos negras como el destino fue todo lo que consiguió de aquellos dos milagros.
Algunos pocos estudiantes de cine prefirieron confrontarse con Pasolini, cosa a lo que el director accedió, detrás de un biombo en el restaurante del hotel. Una Blackie rendida ante sus encantos intelectuales lo entrevistó para la televisión: Pasolini reía al ser tratado de “maestro”, él, que no tenía nada que enseñar y todo que discutir. Un joven Mario Mactas lo entrevistó para Gente. El título rezaba: “Un creador desesperado”.
En aquel festival de cine del 70, para confirmar la famosa Ley de Murphy, todo lo que podía haber salido mal, salió mal. La lista de errores, problemas y equivocaciones es infinita. Pero Pasolini no parecía especialmente molesto por todo eso. Había venido a Mar del Plata a presentar su Medea al mundo, no a competir.