Lamento el lugar en el que quedó Axel Kicillof. Es ofensivo tener que estar aclarando las virtudes teóricas del marxismo a una cuadrilla exaltada de periodistas cuasimafiosos. Puedo argumentar en su favor en este punto, sin que se sospeche de mí favoritismo electoral (yo no voto en provincia).
Hace bastantes años, una socióloga o politóloga norteamericana que asesoraba a Rodríguez Saá me arrinconó debajo de unos Tiepolos extraordinarios en la residencia para escritores en la que estábamos y me dijo, con mirada escandalizada, porque había googleado mi nombre y descubierto mi blog: Usted es Marxista.
Le contesté suavemente que el marxismo era dos cosas: una teoría social del conocimiento y una teoría radical de la acción política. Yo, naturalmente, no sé pensar ni leer sin la noción (marxiana) de imaginario. Creo que nadie podría. En cuanto a la acción política, el asunto ha quedado saldado históricamente y no merece mayor comentario.
Sigo pensando eso. Uno de los tres mayores filósofos del siglo XX, Michel Foucault, escribió líneas indelebles al respecto. Criticó todo lo que pudo la teoría económica de Marx, tan decimonónica. Pero luego del 68 lo devolvió a un alto sitial: instaurador de discursividad, lo llamó. Como Freud. O sea: esos nombres crearon discursos tan poderosos que aun para negarlos navegamos en su estela.
Alexandre Kojève había ido más lejos: se decía marxista de derecha y consideraba que era en los Estados Unidos donde el marxismo había alcanzado la perfección. Lean, che.