Hollywood lo tuvo claro desde un principio, cuando Harvey Weinstein, el productor monstruo, saltó a la fama por sus abusos sexuales. Hubo una denuncia, dos… tres tuits, cien, mil. La industria concluyó que la catarata era imparable y se sintió amenazada. Vio venir la ola y temió que se llevara puestos a todos, que quedara al descubierto cómo durante décadas y hasta ayer Hollywood funcionó plagado de “Weinsteins” que toleró y apañó. Tenía que mostrarse sorprendida, indignarse, ponerse al frente y tomar el castigo en mano propia, tirar la manzana podrida por la ventana antes de que alguien se pusiera a revisar demasiado el cajón y descubriera otras tantas descomposiciones, viejas y actuales.
Usó casi el mismo mecanismo, una denuncia pública, dos tuits, tres, mil, y un toque de show: la supervivencia y el fin de las pesadillas en la fábrica de sueños, garantizadas.
A la distancia de kilómetros y temática, Macri enfrentó una dinámica similar con el caso Triaca: un WhatsApp disparado, una denuncia por trabajo en negro y tuits y gritos multiplicados. Estallido en los medios y mesa servida para opositores. Con menos reflejos que Hollywood, el Gobierno comprobó que no iba a poder detener un tsunami con un paraguas. Para más, las revelaciones sobre los oscuros nombramientos en los sindicatos intervenidos llegaron justo cuando la detención de película del sindicalista Balcedo en Uruguay se había convertido en un éxito, no tan taquillero como los bolsos de López, pero eficaz para la temporada baja.
Los temores se multiplicaron como los tuits y las denuncias. Ni siquiera la primera defensa pública del jefe de Gabinete había logrado detener la hemorragia. ¿Qué garantía había de que no aparecieran más trapos sucios, más nombres de parientes en cargos incómodos, una bandada de cisnes negros?
Había que tomar la iniciativa, pero la jugada cantada no se podía hacer: en plena batalla contra Hugo Moyano era imposible aplicar la “enmienda Weinstein” y eyectar al ministro de Trabajo. Moyano salvó a Triaca y obligó al Gobierno a gastar una bala de plata con la iniciativa de prescindir de familiares en cargos oficiales. Ni el anuncio hecho por el propio presidente alcanzó a disimular la sobreactuación. Casi que lo hizo más evidente. En otro contexto, una medida como esa, presentada como parte de la revolución ética, hasta podría haber sido una carta de campaña electoral, “garpar” como medio Metrobus. Pero más que iniciativa sonó a consecuencia, a debilidad. Hoy está más claro el descontento puertas adentro, para los funcionarios que sienten que se van para que no se vaya Triaca, y para los que se quedarán con los salarios congelados, que el rédito político ante una sociedad que no reacciona como en Hollywood. El público que hasta hace poco se ponía de pie para aplaudir hoy solo parece dispuesto a aprobar en silencio.