Estamos cerrando una semana en la que dominó la presencia femenina en medios, en las calles, en las luchas por afirmar derechos o ampliarlos. Vale entonces comenzar estas líneas con las definiciones de dos mujeres, ambas estudiosas universitarias, ambas citadas como expertas en materia de fuentes e investigación periodística.
Petra M. Secanella, catedrática española, publicó en 1996 un libro titulado Periodismo de Investigación (Editorial Tecnos, Madrid) en el que sintetizó qué se entiende por esta materia en tres puntos básicos: que sea el resultado del trabajo de investigación del periodista, no de la información elaborada por otros profesionales; que el objeto de investigación sea razonablemente importante para un sector de la población; y que los investigados intenten esconder estos datos al público. Lograr el cumplimiento de estos tres requisitos obliga, naturalmente, a esforzar cuerpo y mente en la búsqueda de elementos que solventen la tarea. Y allí es donde entra a tallar la mayor o menor calidad de la información suministrada por fuentes confiables, reconocidas y despojadas de intereses espurios.
La otra mujer que es referente en cuanto trabajo académico se ha publicado sobre el tema en el mundo hispanoparlante es María del Mar de Fontcuberta Balaguer, profesora de la Universidad de Navarra y autora de La Noticia y Periódicos: sistemas complejos, narradores en interacción. “Un medio sin fuentes es un medio muerto”, escribió. “Sin fuentes no existe periodismo”, agregó, categórico, el catedrático ecuatoriano Roque Rivas Zambrano.
Las fuentes son, en definitiva, imprescindibles para todo periodista que se precie de riguroso, veraz, con ambición por instalar sus objetos de investigación en lo alto del medio o los medios donde descarga su batería de información. Ahí está lo más fértil y también lo más peligroso con lo que puede encontrarse el periodista: por un lado, el hallazgo de datos que otros no tienen y que provienen de una o más fuentes; por el otro, el riesgo de ser parte –consciente o no– de alguna maniobra organizada o dirigida desde sectores de poder que tienen como objetivo disfrazar de verdad lo que no lo es, o que solo lo es en parte.
Reconocidos periodistas defienden a Daniel Santoro en una solicitada
“Las fuentes lo impregnan todo, y su importancia es tan grande que el trabajo con unas u otras fuentes aporta claras pistas sobre la estrategia informativa de los medios de comunicación (…) El mejor medio es el que tiene acceso a la información diferenciada; es decir, el que trabaja con las mejores fuentes”. Lo escribieron dos docentes e investigadores de la Universidad del país Vasco en su libro Fundamentos de Periodismo Impreso.
Todo lo antedicho pretende ser un conjunto de señales que permitan fundamentar el porqué de la legítima pretensión de todo periodista por lograr la mejor información, lo más rápido posible y con la mayor aproximación a la verdad. Sin embargo, también es válido para señalar que no siempre se logran los objetivos buscados y que hay que evitar apoyarse en fuentes que parecen confiables aunque no lo sean (o que aparenten serlo) y solo responden a operaciones políticas, económicas, de inteligencia, parajudiciales o vinculadas a organismos habituados a ejercer esas prácticas non sanctas.
Nos ha pasado, creo, a todos los profesionales del periodismo en algunos momentos de nuestras historias en el oficio. Personajes oscuros que muestran algunas cartas apetecibles para entrar en el juego que jugamos, aunque debajo de ellas se oculten otras, con datos con apariencia de verosímiles pero emponzoñados por información falsa. Ponerlos al descubierto y cerrarles la puerta es un sano ejercicio de la profesión.
El caso de la periodista Judith Miller en la década anterior resulta más que válido para saber hasta qué punto las fuentes confiables se trasforman en venenosas. Miller trabajó 28 años en The New York Times y debió renunciar cuando salió a la luz que todo o casi todo lo que ella fue publicando (en base a fuentes cuyo origen se negó a revelar hasta que no pudo seguir callando) acerca de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak (nunca comprobada), había sido fruto de una planificada estrategia comunicacional del Pentágono para justificar la sangrienta guerra en Irak que concluyó dramáticamente. La periodista citaba supuestos informantes que no eran tales sino cuadros de servicios de inteligencia, y con cada detalle parecía acercarse más y más a la verdad. Los hechos posteriores dieron por tierra con su trabajo y demostraron que el horror de la guerra pudo evitarse si no hubiese actuado el poderoso medio como motor para la invasión norteamericana.
Si miramos ese ejemplo, resulta casi risible lo que el tal Marcelo D’Alessio sigue generando en el tan contaminado mundo de jueces, fiscales, espías y periodistas de la Argentina. Daniel Santoro puede dar fe de ello: algo se quebró en su prestigio profesional (premiado, reconocido por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano como un referente en el campo del periodismo de investigación) cuando su fuente quedó desnuda y exhibiendo lo peor: la mentira, la verdad a medias, “el pestilente círculo negro del espionaje”.
*Actual Defensor de los Lectores de PERFIL.