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inclusivos II

Nosotres, les representantes

Como sabemos, el carácter totalitario del poder se deduce de la paradoja que le es inherente: la ley está fuera de sí misma. Otro enunciado paradójico: el soberano, que está fuera de la ley, declara, sin embargo, que no hay un afuera de la ley.

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El ministro de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología, Alejandro Finocchiaro. | NA

Como sabemos, el carácter totalitario del poder se deduce de la paradoja que le es inherente: la ley está fuera de sí misma. Otro enunciado paradójico: el soberano, que está fuera de la ley, declara, sin embargo, que no hay un afuera de la ley.

El ministro Finocchiaro acaba de proporcionarnos un par de sentencias contundentes que ilustran esos principios: “Nadie debe condicionar al Presidente”, dijo. Rara sentencia, porque la figura presidencial está condicionada, en principio, por el mandato de sus votantes y, en segundo término, por las alianzas políticas en las que la soberanía se funda.

Las democracias parlamentarias, si alguna virtud tienen, es precisamente la de condicionar el ejercicio del poder soberano, sometiéndolo a una serie de protocolos de control que impiden que el soberano ejerza el poder según su capricho.

Aspirar a un poder incondicionado, a un salirse de la ley, es pretender ejercer el poder totalitario propio de épocas pasadas.

Otras declaraciones del ministro de Educación (cuyo conocimiento de los textos fundamentales de nuestra época no habría que poner en duda por el cargo que desempeña) son congruentes con esa posición autocrática.

A propósito del lenguaje inclusivo manifestó su desacuerdo, porque en nuestro país “rige la lengua castellana que dicta la Real Academia Española (RAE)”.

Una lengua se usa y no rige nada (alguien dijo que la lengua era fascista, para hacer notar su pretensión regia). Y mucho menos es dictada por una academía, cuyo propósito es administrar los usos de la lengua en un determinado territorio. Si fuera cierto que alguna vez aceptamos la regencia soberana de la Academia Real, no usaríamos el vos, y hablaríamos de tú y pronunciaríamos gilipolleces sin ton ni son, como en España.

“El lenguaje es cambiante, muta”, aceptó el ministro, “pero los cambios de lenguaje no son imposiciones de grupos o minorías. Se dan cuando la sociedad los acepta”. Qué cosa sea la sociedad sino un debate sin cuartel de grupos (todos ellos minoritarios: por eso existen las “primeras minorías”), no lo sabemos. El momento en que la sociedad se piensa como plenamente homogénea es un momento, ya, totalitario.

Es probable que los esfuerzos que muches de nosotres hacemos para poner en perspectiva los usos inclusivos del lenguaje al ministro lo dejen frío. No porque él suponga un modelo de evolución lingüística diferente del nuestro, sino porque su modelo de la soberanía sostiene que el poder es incondicionado, se trate de un presidente de una república o de una academia de la lengua cualquiera.

Los usos inclusivos del lenguaje no se proponen como ya constituidos (incorporados a la gramática, sancionados por los académicos, aceptados por el poder) sino como constituyentes. Nadie está afuera de la ley, pero además, la ley misma depende del debate.