Hace mucho tiempo, a la salida del desastre de 2001, los suplementos culturales de los diarios se encontraban en una situación difícil: producto de la crisis, las editoriales habían suspendido, postergado o disminuido sus planes de edición, y casi no había libros para comentar. Como es sabido, los suplementos culturales siguen la actualidad con la misma devoción con que los galgos persiguen al falso conejo hasta la meta de la carrera (si algo me es ajeno es la idea de carrera, de meta, de llegada, todos modos de la desolación literaria). Sucedió entonces que a la editora de un suplemento, ante la ausencia de novedades editoriales, se le ocurrió que valía la pena comentar libros saldados. Los precios de esos libros eran bajos (tema clave todavía hoy) y con esa excusa se podía seguir manteniendo algo parecido a una sección de reseñas. Me contrató pues para que recorriera las librerías de saldos y escribiera una pequeña columna semanal de recomendación de libros (es decir que cobraba un pequeño sueldo por hacer algo que venía haciendo desde siempre, gratis). Escribí sobre Vidas imaginarias, de Marcel Schwob; sobre Orden terrestre, de Enrique Molina; sobre Mirada retrospectiva, de Kandinsky, y sobre varias decenas más, a razón de tres recomendaciones por columna. Un día el mercado editorial retomó su impulso y yo me quedé sin trabajo (desde ese momento tengo en claro que yo vendría a ser algo así como el margen de error de la industria editorial).
Cierta vez, Juan José Becerra dijo que para él las librerías de saldos funcionan como verdaderas publicidades estáticas (como los carteles de publicidad en las rutas o detrás de los arcos de fútbol). Los libros en las mesas de saldos duran mucho más que en las mesas de novedades y, por lo tanto, uno va viendo el mismo libro una y otra vez, semana a semana, mes a mes, hasta que terminamos recordando que tal es autor de tal libro, tal de tal otro, y así sucesivamente; algo que no podría haber ocurrido exclusivamente gracias al servicio de novedades o a alguna reseña en un suplemento cultural.
Recuerdo ahora que, por poca plata, en ese entonces se encontraba Vida de un loco, de Akutagawa, publicado por Emecé, sobre el que también escribí. El libro no está traducido del japonés sino del inglés, pero pese a ese déficit (traducción de traducción) se logra apreciar la destreza de Akutagawa para mezclar la novela corta con la poesía, el texto confesional con una excentricidad discreta. El prólogo de Luis Chitarroni que introduce el libro versa sobre esas cuestiones. Escrito al modo de sus viejas Siluetas, logra conciliar la erudición con la precisión, la paradoja con una ubicua propensión por la malicia: “A la época no le interesa el estilo sino la moda”. También escribí sobre Las sagradas escrituras, de Héctor Libertella, en el que se lee esto sobre Osvaldo Lamborghini, que bien vale para la literatura en general: “¿Acaso la tarea de reacomodarse permanentemente frente a la censura del mercado no terminará por definir de otro modo esa incierta llegada a un centro desde siempre ilusorio como ilusorios son la constitución y estatuto de toda literatura?”.
Volviendo al presente, ante los efectos de la política económica de Milei, las editoriales están publicando menos, con tiradas chicas y menor presencia. Cualquiera de estos días vuelvo a comentar libros saldados.