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Nunca fue fácil ser moderno

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En muchos arquitectos argentinos resulta elocuente la relación entre arquitectura y Estado (es decir, entre invención y política), pero el caso de Amancio Williams es de por sí extravagante. ¿Qué ocurre cuando un visionario no encuentra en el Estado que le ha tocado en suerte la alianza para plasmar sus ideas? Williams tiene apenas un par de obras construidas. Y miles y miles de planos, primorosamente preservados por su hijo Claudio en una especie de santuario de la arquitectura posible que no fue. Ningún gobierno duró tanto como para sostener hasta el fin de su mandato los proyectos arquitectónicos comisionados a Williams.
Su Casa Sobre el Arroyo, en Mar del Plata, es el edificio argentino más estudiado en la historia de la arquitectura mundial. Sus otros proyectos (los tres hospitales de Corrientes amparados por la sombra de las cúpulas cáscara, el “teatro de plástica pura” con forma de trompo o la primera ciudad en la Antártida) sólo han quedado en una colección de planos vecinos de la poesía. Sus resoluciones fueron asumidas por arquitectos de todo el mundo.
El joven Williams (fascinado por la única invención tecnológica real de su época, la aviación, que surgió casi sin antecedentes que la allanaran) escribió una carta a Le Corbusier en 1946 para contarle cuán difícil era conseguir información sobre su obra: la Escuela de Arquitectura argentina prescindía de los europeos modernos y enseñaba un neoclásico que iba perdiendo ornamentación.
Williams reacciona con vehemencia a la Academia. Saltar esas vallas en la Argentina era más difícil que en Europa. Ser consecuentes con los postulados modernistas de Le Corbusier era razonable en la Europa de entreguerras; serlo en la Argentina requería de todo tipo de corajes y adaptaciones (al loteo tradicional, a la convivencia entre medianeras, al desmán de la planificación urbana) y Williams fue un investigador de soluciones a problemas desconocidos para los europeos. No por nada la única casa de Le Corbusier en América, la polémica Casa Curutchet de La Plata, cuyo propietario no supo o no pudo habitar allá en su época, lleva la firma de ambos arquitectos.
El racionalismo es arduo (como todas las vanguardias) y sus contradicciones hacen que tanto defensores como detractores tengan algo de razón. El triunfo de la razón por sobre la anarquía de los materiales y de la naturaleza –pero sobre todo la incongruencia de los Estados– sigue siendo una utopía.