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Apuntes en viaje

Ocio viento etcétera

El dedo gordo del derecho levemente torcido hacia adentro por prepotencia del juanete; el arco vencido ostenta llagas, várices serpenteantes también.

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Ocio viento etcétera. | marta toledo

Tiene los pies diminutos. El dedo gordo del derecho levemente torcido hacia adentro por prepotencia del juanete; el arco vencido ostenta llagas, várices serpenteantes también. Lo curioso es que el otro pie, que descansa de canto sobre la arena rala, no exhibe marcas de daño, o de la edad, otra forma del daño. La torsión simpática del cogote contra el pecho, ambas manos reposadas sobre las piernas gruesas que asoman por los intersticios de la bata blanca de toalla. Pese a los caldos del sueño, no ha abandonado las agujas entrelazadas al tejido. Eso sí, supo sucumbir al influjo del somnífero costero, en un rincón apartado de la orilla, al otro lado de las carpas que absorben las persistentes ráfagas de viento, junto a un juego de pálidas sillas plásticas, sombrillas amarillas, set de tejo. Veintinueve grados de temperatura, aire tibio.

El niño llega corriendo, como si lo persiguiera un oso. El corazón le palpita con violencia y repercute con bombazos de sangre en la vena del cuello. Confiarle a la madre que sepultó el miedo para finalmente montar el barrenador y deslizarse sobre la joroba espumosa que fabrica el océano al encontrarse con el continente, es lo único que lo motiva para estar allí. La abuela despierta, sobresaltada. Ah, qué, oh, ja. El pequeño en patas abandona el encuentro fugaz, sale disparado, y la señora vuelve al ovillo.

Aquí los devotos del ocio sintonizan el ritual playero: sillita, lona, sombrilla, conservadora, ronda de mate, chanclas, picnic, splash. A decir verdad, es un templo fascinante. Estampas evanescentes, etéreas, engañosas perforan con prodigiosa armonía el colosal recipiente de agua parida en los subsuelos de la tierra. Jirones de carne dispersa, sedados los troncos por la perseverancia del viento, exprimidas las vejigas en el consomé atlántico. Detrás, mucho más allá de la sopa humana, se esparce un muelle hecho de piedras, extendido como un brazo sobre el mar que ruge. A lomo se suceden los pescadores y las líneas que viborean en el fondo, removiendo el envase en busca de la cena. Los pibes del surf, adictos al neopreno, abrazados a las tablas. Lejos del mar, tras una empalizada de espesos arbustos, se levanta imponente una torre de hierros trenzados que yace sobre una alfombra carnosa de uñas de gatos con flores violáceas; en la cima, un tanque de agua con el nombre del balneario. Con más de dos kilómetros de largo, la playa donde paso mis días tiene una pendiente pronunciada. Justo debajo del desnivel formado por las empalizadas, las personas se amontonan.

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Sobre el final de la jornada (OFF) la temperatura descenderá ligeramente, entonces el aire se volverá fresco y límpido, prístino aire que cubrirá como manto lozano el circo hídrico. Las carpas se vaciarán, no habrá sachet de naranjas que arrojar a los tachos, guardavidas a sus casas, clausurarán los paradores hasta el siguiente día, cuando la usina de expectativas vuelva (ON) a abrir los portones. Antes de abandonar el complejo, escaneo desde lo alto. Vertebro mentalmente un repaso de mis escasísimos veraneos en la costa atlántica. Solo, en pareja o con mis padres y hermanos. Llega hasta mí la imagen pálida, algo distorsionada tal vez, de la foto icónica de Weegee, Coney Island at noon Saturday, en la que cientos de miles de bañistas son capturados por el magnetismo de la cámara; lo encadeno a los bañistas de Ostende de James Ensor, pintados a fines del siglo XIX. Y me detengo; tengo que exfoliar la pátina de sal y crema protectora que me estrangula.