Acaba de morir una querida amiga y hoy lloro cuarenta años de amistad, pero el consuelo mínimo que me queda es que murió serenamente, en su cama, rodeada de sus hijas. Mínimo, sí, pero está ahí. Me pregunto en cambio cómo morirán las chicas torturadas, las muchachas violadas cuando les llegue la hora. ¿Serenamente? ¿O desde el macabro instante en el que les pasó lo que les pasó ya nunca conocieron la serenidad? ¿Se despedirán de la vida con el mismo llanto y el mismo alarido de ese dolor imborrable? ¿Habrán vivido toda una vida en compañía del fantasma del violador, del espectro de los que las quemaron y las golpearon y las humillaron? ¿Se habrán acordado del policía que se rio de ellas cuando fueron a hacer la denuncia, del festival de morbo que inauguraron (no todos) los llamados medios de información? ¿De no sé qué cámara que dejó libre al tipo que violó a su hija de cinco años con no sé qué argucia porque, claro, pobrecito, todavía no está firme no sé qué renglón de no sé qué documento, así que puede ir a su casa y seguir violándola a su gusto porque nadie va a ir a controlarlo, así como nadie controla a los maridos y ex maridos que tienen orden de no acercarse a sus víctimas pero que van a la luz del día y se dan el placer de volver a molerlas a palos?
No, no todos fueron desalmados que hirieron sobre la herida. No todos: acuérdese del policía Quijano que pidió adoptar a las tres nenas torturadas y abusadas. Acuérdese del abogado, lamento no recordar el nombre, que ofreció defender sin cobrar un centavo a la madre de la beba casi ahogada por su propio padre, un drogadicto convertido en bestia infrahumana, en el lavarropas después de haberla matado casi con el palo de la escoba. No, no todo es morbo, injusticia y ley de la selva (usted disculpe, la selva es otra cosa: una leona defiende a sus cachorros. Si hasta mi gata saca las garras y ruge, a su manera pero ruge, si alguien se le acerca a uno de sus gatitos), por suerte.
Y no me vengan con el cuento de la violencia desatada y las teorías sobre si las drogas o el control social inexistente porque en este momento todo eso me importa un corno a la vela. Quiero, exijo, premio a los buenos y castigo a los malos. Quiero otro mundo. Uno en el que se pueda mandar a la nena a comprar caramelos al kiosco, en el que podamos dejar la puerta sin llave, en el que violaciones y tormentos pertenezcan a los cuentos de terror, no a mi barrio ni al suyo. En el que todos podamos morir serenamente, como mi amiga.