En la última actualización de mi sistema operativo telefónico apareció una aplicación llamada Fitness, que controla cada paso que doy y me informa de mis “logros” y “rendimientos” diarios.
Cada noche, el teléfono me felicita por haber superado en un 200% los objetivos prefijados (algo que la aplicación hizo automáticamente), que tal vez sean los de un comatoso, minusválido o desahuciado.
Y, sin embargo, me doy cuenta de que empiezo a depender de la aplicación y, dado mi natural sedentarismo, empiezo a contar los pasos que doy dentro de mi casa, no sea cosa que se me pierda algún movimiento decisivo para mi supervivencia y mañana el celular me lo recrimine con la misma violencia de un personal trainer o un maestro de gimnasia.
Supongo que el carácter protésico de mi teléfono móvil está a la altura de los anteojos de leer, sin los cuales no funciona. Es decir: yo no puedo leer nada de lo que me dice, pero además él no puede reconocerme para abrirse a mi curiosidad o mi control. Últimamente he notado que, porque he cambiado el marco de mis óculos, desconfía de mi identidad y me pide que teclee el código.
Yo lo desprecio por estupideces semejantes y ahora planeo una venganza, digamos, monárquica. Cada vez que paso frente al televisor hay un episodio nuevo de La casa del dragón, donde hay rivalidades políticas y disputas sobre herencias fundadas en la genética. Me reconforta pensar que mis genes me salvarán de la decrepitud que me anuncia el celular, hasta que descubro que lo tengo en la mano y que he estado caminando y moviéndome frente al televisor con él. Debería tener un Apple watch, pienso.