COLUMNISTAS

Pensar solo

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Antes de la internación final de Fogwill, la úlitma vez que había entrado en una terapia intensiva fue previo a la muerte de Libertella. Fui con Rafael Cippolini, Héctor casi agonizaba, pero aún podía hablar. De golpe, nos mira y dice: “Estoy hecho un desecho. ¡Uy, hice un haiku!”. Después vino la enfermera y nos echó. ¿Hay diferentes formas de morir? ¿De envejecer? Cada vida y cada muerte es singular, pero aun en sus diferencias, hay un horizonte en común en el caso de ellos: envejecieron como viejos locos. Existe una confusión, un malentendido, que supone que las marcas en el rostro, las canas, el caminar más lento, el hablar pausado, el paso de los años, conlleva alguna clase de sabiduría. Vuelve al viejo –y más aún: al viejo escritor– más sabio, más universal, incluso más bueno. Por suerte, nada de esto ocurrió en Quique. Alguna vez hablé con él del tema. En nuestra común condición de sociólogos en retiro efectivo, nos gustaba jugar a hacer tipologías. Un modo de envejecimiento, entonces, es el del viejo sabio. Sus atributos son una creciente moderación, un tono autocrítico con el pasado (generalmente de izquierda), un léxico que se expresa en forma de sentencias morales, el coqueteo con alguna melancolía religiosa (del estilo “no matarás”), y un –a veces explícito, a veces tácito– conservadurismo humanista. En el otro extremo, se ubica el viejo cascarrabias, pero en el fondo bueno. Es la figura del pedagogo que alterna un reto con una caricia, pero creyendo saber siempre lo que le conviene al otro (si lo reta es “por su bien”). Es el viejo que ocupa el sitial insoportable del que habla desde la experiencia. Y luego, sola, sin nadie alrededor, está la vejez de Quique: el viejo intratable. El que no fue ejemplo de nada, el que evitó toda tentación humanista, el que tropezó cada vez con la misma piedra, hasta convertir la piedra en parte de la obra. Cierta vez, un escritor dijo que Fogwill había escrito uno o dos de los mejores cuentos de la literatura argentina. A Quique le disgustó el comentario: le pareció poco. Y probablemente tenía razón: habría que agregar un par de sus novelas. Intuyo que esta aclaración también le desagradaría: le parecería poco. A Quique todo le parecía poco. Pero ese rasgo conductual sería apenas un detalle, un recodo biográfico, si no tuviera el peso de la realidad, es decir, el de la literatura. La escritura de Fogwill avanza por ese parecerle todo poco, exiguo, limitado, hasta desembocar en una literatura y un pensamiento que vuelve poco al propio realismo, un materialismo sin dialéctica que torna insuficientes los límites del verosímil. Es que la locura de Quique –la locura argentina de Fogwill– estaba presente desde mucho antes de que envejeciera, desde mucho antes de que no pudiera dejar el cigarrillo (como tampoco pudo Libertella. Y mientras, escribo este paréntesis con las dos manos en el teclado y un Parisiennes en los labios). Era una locura que se expresaba, al menos, en dos aspectos. En una increíble generosidad (sobre esto, Fabián Casas publicó un artículo hace algún tiempo en Rolling Stone), en una dulzura infinita –secreta, pero evidente– de la que estaré siempre agradecido. Hace apenas unos días que ya no puedo hablar con él y lo extraño de un modo atroz. El otro era una radical exigencia intelectual en la conversación. No porque fuese agresivo, arbitrario o provocador (todos términos menores, periodísticos, triviales, que no alcanzan a comprender en nada a Quique), sino porque la suya era una exigencia de un rigor extremo a la hora de pensar. Aprendí yo esto de Quique: pensar es quedarse solo (y a la vez, era una de las personas más queridas de la ciudad). En Quique, la generosidad y el pensamiento radical iban juntos: fratia y polemos, indiscernibles.