Dos siglos atrás, en 1823, el entonces presidente de los Estados Unidos, James Monroe (1758-1831), formuló la doctrina que lleva su nombre y que se sintetiza en la frase “América para los americanos”. Desde el lenguaje en adelante para los estadounidenses América es su país. El resto del continente juega, para ellos, en ligas menores y lleva otro nombre. El sucesor de Monroe, John Quincy Adams, fue quien, al presentarla en el Congreso, oficializó la doctrina como fundamento inamovible de la política exterior de ese país. Estados Unidos era en aquella época una nación joven, que no contaba con el poderío militar y económico que desarrollaría especialmente durante el siglo XX. Se había fundado sobre la creencia de que su existencia era un designio divino y que estaba destinada a convertirse en un faro de esperanza y libertad para el mundo, lo que se conoce como Destino Manifiesto, por encima de todas las naciones. La “nueva Jerusalén” la llamaban los puritanos ingleses que desembarcaron en Boston en 1630 y que serían la génesis de la nueva nación.
Cuando se declaró la Independencia de Inglaterra, en 1776, en todo el continente americano germinaban movimientos que, en los comienzos del siglo siguiente, culminarían en el nacimiento de países independientes, como Argentina, México, Perú, Uruguay, Chile, Venezuela y demás. A diferencia de Estados Unidos, desligado de la corona británica, los demás países se independizaban de otros imperios, como España o Francia. La Doctrina Monroe surgió alentada por el temor a que los imperios europeos buscaran revancha y, basados en su poderío, vinieran por todo. Pero su conexión con el Destino Manifiesto dejaba en claro, como lo manifestó el propio Monroe, que la agresión a cualquiera de los países independizados sería considerada como un agravio a los Estados Unidos y justificaría su intervención, fuese esta militar, política o económica.
Esta creencia sigue siendo hoy lo que el historiador Nicholas Shumway llama una ficción orientadora. Una visión que se instala como designio en el inconsciente colectivo de un país y de su sociedad y que orienta y justifica sus políticas, sus conductas, su modelo de vida y su relación con otras naciones, más allá de que tal visión sea cierta o no. Así fue como Estados Unidos llegó a considerar a América Latina como su patio trasero, un territorio propio sobre el que tiene derechos de propiedad, de decisión y de pernada. La historia de sus intervenciones militares, la larga lista de dictadores instalados como sus títeres, las irrupciones en la política y en la economía ajenas, es elocuente al respecto. Pero el mundo sigue andando, y tras la finalización de la Guerra Fría con la extinta Unión Soviética, continuaron reacomodamientos de nuevas polaridades, y a la patética declinación de la Unión Europea como factor de equilibrio y poder, le siguió la aparición de China como el gran contrapoder económico, político, militar y tecnológico en el mundo actual. Con un estilo distinto, labrado durante miles de años de política y filosofía, con paciencia, sutileza y templanza, sin la prepotencia y la frontalidad a menudo brutal de Estados Unidos, China ocupa ya espacios decisivos en el patio trasero que su contrincante supo descuidar, despreciar y desvalorizar. En un panorama político, económico y diplomático que ofrece nuevos e inteligentes jugadores y reglas de juego, la desvergonzada sumisión argentina al dueño del patio (un patrón decadente) muestra al país como simple y tardío peón de un juego que, cuando se mira al futuro, ofrece mucho para perder y poco para ganar. Quizás América ya no es de los americanos (del Norte).
*Escritor y periodista.