Tuve una pesadilla tremenda. Soñé que el fiscal Storcionelli me llamaba a declarar sobre la política cultural del kirchnerismo, y si no daba información sensible me metían preso. “Le dieron a Cultura el presupuesto más alto de la historia, hecho muy valioso, pero los resultados fueron muy malos, casi no dejó huella, más allá del CCK y de Tecnópolis, que ahora está entre abandonado y neoprivatizado”. “Diga más”, respondió el fiscal. “Bueno –dije–, pusieron de secretario y ministra de Cultura a gente como Jorge Coscia y Teresa Parodi, creo que eso ya es realmente incriminatorio, después de eso ya no hay mucho que agregar…”. Pero al fiscal no le pareció suficiente y me pidió más. “No sé… le armaron a Cristina un congreso de filosofía en San Juan, como si ella fuera una intelectual o algo así”. Pero tampoco alcanzó. “La mayoría de las compras de libros por el Estado –que fueron millonarias– se las llevaron editoriales oficialistas y amigas del poder”, canté tembloroso. Pero no funcionó. Y entonces, en una actitud casi agresiva, el fiscal me preguntó por la Biblioteca Nacional. “En ese punto –declaré–, las cosas fueron diferentes: la dirección de Horacio González fue la mejor en décadas, opinión compartida por la inmensa mayoría del campo intelectual, más allá de las posturas políticas de cada uno. De hecho, ahora que Manguel se dedica a contar cuentos en cruceros por el Mediterráneo, queda claro que lo que hubo en estos últimos tres años, no solo en relación a la Biblioteca Nacional, es una política de odio a la cultura, a la ciencia y a la educación, es decir, a lo humanístico en un sentido amplio”. ¡Pum, en cana! Y entonces me desperté empapado en transpiración fría y respirando agitado.
Más tranquilo y sin saber muy bien qué hacer, di con Luz adjunta, de Braulio Arenas (Pequeño Dios Editores, Santiago de Chile, 2014), que un amigo me trajo de la última Feria del Libro. Pensado como un homenaje a Vicente Huidobro, Arenas vuelve a demostrar todo su talento para releer la tradición surrealista y cierta exaltación vitalista: “Nada pudo en su contra la niebla vulgar/del rencor. Nada pudo. El la atravesó siempre,/sonriendo; la disipó de un solo rayo.// ¿Para qué recordar esa niebla que se estrelló/impotente contra el faro?”. Hace poco le dije a mi amigo chileno Guido A. que la tradición de la novela chilena me parece superior a la de la poesía trasandina. Me trató de loco. Pero lo pienso en serio (de paso: Guido, contestame los mails que te mandé) y por eso creo que lo mejor de Arenas es El castillo de Perth, novela algo gótica ambientada en 1134. Volviendo al libro, la relación de Arenas con Huidobro incluye también uno muy lindo de ensayos (Vicente Huidobro y el Creacionismo) y muchas citas en el resto de su obra (cambiando de tema –o no tanto– ahora que lo pienso, tal vez Enrique Lihn sea la excepción chilena: su obra poética –de las más grandes del siglo XX– es superior a sus novelas).
Braulio Arenas recibió el Premio Nacional de manos de Pinochet, al que apoyó locamente. César Aira no menciona el hecho en su entrada muy elogiosa a Arenas en el Diccionario de autores latinoamericanos. Me hubiera gustado que lo hiciera. No para condenar ni para amonestar a nadie. Sino, al contrario, para reflexionar hasta qué punto la mejor literatura es siempre escurridiza, perturbadora, inclasificable.