No me siento a gusto en primavera. Lógico, padezco alergia al polen, que sumado a la alergia a los ácaros afecta mi estado de ánimo, mi humor. En ocasiones sufro reacciones importantes, irritativas, y también episodios de asma. Para que los ácaros puedan sobrevivir necesitan unas condiciones especiales: nada de sol ni sequedad. La temperatura ha de rondar los 22ºC y la humedad tiene que ser muy elevada (70%, más, menos). Prefieren sitios oscuros, cerrados y húmedos, por lo que sólo sobreviven en el interior de las viviendas que tienen estas condiciones. Los ácaros del polvo se alimentan de restos procedentes de humanos y de animales, lo que ocasiona que la población de ácaros sea mayor mientras más personas y animales haya dentro de la vivienda. Yo no convivo con muchas personas, pero sí con un gato peludo como peluche de feria. Y desde hace algunos meses paso la mayor parte del tiempo en el Tigre. Digámoslo así: estoy frito.
Hasta que los sofisticados sommelier de la alergología planetaria no encuentren solución a mis afecciones respiratorias, seguiré enemistado con la primavera. Aunque pensándolo de nuevo, si alguna vez la ciencia me otorgara el beneficio y consiguiera suturar mi dolencia, tendría otro tema irresuelto con esta época del año.
Quienes optamos por la natación como nutriente para el pulso cotidiano, sabemos que la corriente primaveral arrastra consigo, hacia las piletas de Buenos Aires, un espécimen emparentado con los dermoquélidos, algo más atolondrado quizá. El tortugón descolado aletea las aspas solo de octubre a diciembre, clac-clac, cada año clac. Luce traje de baño color ocre, con elástico corrugado estirable hasta límites inusuales. Perdido en un espacio que le resulta ajeno, cuanto menos amorfo; suele desplazarse de manera incorrecta (los natatorios se reproducen mediante normas estrictas de convivencia), perplejo, acciona el protocolo de alarma para los encargados de turno. En la costa, el tortugón consume altas dosis de aire antes de emprender el viaje, un interminable periplo de veinticinco metros lineales; suele tardar entre cuatro y siete minutos en concretar el trayecto que un nadador amateur de 11 años realiza en 30 segundos.
Abrigado como lo estoy por gracia del manifiesto resiliente, diré ahora que más allá de mi transitar tartamudo, anidar en primavera implica que en escasas semanas entraremos en el verano, el único momento del año propicio para competencias de aguas abiertas en la provincia de Buenos Aires. De manera que esta semana comencé con un vigoroso entrenamiento, específico para adecuar el cuerpo: intensificar ejercicios de velocidad, robustecer el tejido muscular; mejorar la alimentación, ¡claro!, llegar en la mejor forma es el objetivo que tejimos junto a Darío, mi entrenador, mi amigo. Lo conozco desde hace veinte años. Por entonces yo trabajaba en Madrid y había decidido tomar una semana de descanso en Menorca. Dormir, comer, beber. Nadar poco.
(Continuará.. )