No soy buen lector de poesía (nunca lo fui; incomprensiblemente, no tengo paciencia para el género más breve, cuando puedo leer bodoques símil históricos de quinientas páginas o más).
Tampoco sé, cuando leo poesía, de qué trata lo que leo, sobre todo cuando el poema me parece bueno: en el sentido oculto de lo no comprendido me parece hallar su mayor mérito.
En esa módica progresión, el mejor poema sería aquel que se escribe y se dice en una lengua ignota. La música por encima de todas las artes, cuando uno se reconoce ignorante.
De todos modos, me interesa saber cómo hace alguien para crear algo en la zona que no comprendo, y así me maravilló enterarme, por una nota de Paul Valéry, de algo que a esta altura debe de ser muy sabido: que Stéphane Mallarmé componía espacialmente parte o toda su poesía para que el efecto de su disposición formal en la página reprodujera o aludiera al puntillismo brillante de las constelaciones en la negrura del universo.
Claro que el de Mallarmé era un estelarismo invertido: la letra negra sobre la blanca página.
Es claro que en una edición convencional, su estrellada aventura desaparece bajo la normativa, y sólo nos queda el relato para imaginarnos la idea original.
Pero, ¿no pasa así con cualquier invención del arte, cuando sale fresca y brillante de la mente del autor, como un sedoso alien o como un pez que lucha y se agita contra el tirón que trata de atraparlo?
No hay, en el momento de escribir, palabra que no parezca una pálida copia provisoria de aquella que la sustituye y que finalmente queda.
Posiblemente Mallarmé armó sus trabajosos laberintos tipográficos para sostener en el tiempo de toda su vida una intuición fulminante que durante unos segundos lo volvió eterno.