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Pulitzer, Hearst y cómo echar más leña al fuego

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Equilibrio. Fue lo que les faltó a ambos magnates de la prensa en el caso cubano. | cedoc

A fines del siglo XIX, Cuba era uno de los últimos territorios bajo dominio de aquella moribunda España imperial que se adueñó de buena parte de este continente desde el desembarco de Cristóbal Colón en 1492. En verdad, era un símbolo de la decadencia hispana, pero tabién un caldero en el que hervía con creciente intensidad el espíritu libertario que había animado al resto de las colonias. Por cierto, el prólogo de un final anunciado.

Sí. Era cuestión de tiempo que los cubanos se declararan independientes de España. Dos personajes fundamentales de la historia del periodismo mundial (porque sus acciones y sus políticas excedían el territorio de los Estados Unidos) pusieron en marcha una de las operaciones mediáticas más brutales, evidentes e inescrupulosas de que se tenga memoria: Joseph Pulitzer, magnate de los medios que comandaba el New York World, confrontaba con William Randolph Hearst (sí, el que dio inspiró el Citizen Kane de Orson Welles), dueño y director omnímodo del New York Journal. Entre ambos, sumaban más de un millón de ejemplares diarios cuyo papel sirvió para alimentar el incendio conocido como la guerra entre Estados Unidos y España por Cuba. Un incidente en La Habana con el buque militar norteamericano Maine fue aprovechado por Pulitzer y Hearst para armar mediáticamente (con anuencia o tolerancia de su gobierno) un conflicto bélico que llegó a ocupar decenas de ediciones diarias. Una anécdota pinta la falta de límites éticos de estos hombres (aunque Pulitzer, para la historia del periodismo, parezca significar más por el premio que instituye anualmente la fundación de su nombre): Hearst envió al dibujante Frederick Remington a La Habana para que retratar lo que su diario estaba vendiendo como un estado insalvable de convulsión interna; el dibujante estuvo unos días y pidió volver porque no veía nada conflictivo que relatar en imágenes y Hearst lo conminó con una breve respuesta: “Quédese ahí. Usted mande los dibujos; la guerra la pongo yo”.

Esa guerra de papel tuvo muertos, heridos y un final feliz-infeliz para los cubanos: se liberaron del dominio español, pero lo trocaron por un dominio estadounidense (de otro signo económico, político y social) que persistió hasta la revolución de 1959.

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Cuando la Argentina vive un estado de zozobra constante desde hace tiempo, este recuerdo lo trajo a la memoria un artículo de ayer en Turismo sobre la ciudad de Saint Louis (se llama así o  San Luis, como citan la tapa y el interior del suplemento), donde funciona la Fundación Pulitzer. Y sirve a este ombudsman como inspiración de lo que el periodismo nunca debe hacer si se pretende independiente, veraz y éticamente recto: arrimar agua para unos u otros molinos políticos cuando se vive una situación de crisis extrema en lo institucional como la que transcurre actualmente en nuestro país.

No importa que algunos medios estén variando su rumbo hasta ahora definido por vientos progubernamentales. No tiene sentido insistir hoy en la idea de que la veleta de una porción del periodismo vernáculo (empresas y profesionales) esté cambiando su mira hasta fijarla en la oposición al Gobierno.

También eso está mal: defender una política que ha demostrado su fracaso cuando hasta hace diez minutos se la defendía a como diere lugar aplicando métodos propios del más puro antiperiodismo, es tan grave como defenestrarla. En ambos casos la metodología aplicada se aleja de las prácticas éticas que hacen al buen oficio periodístico.

Pulitzer y Hearst hicieron en su tiempo un periodismo que muchas veces iba por el camino correcto. Bastó auella guerra inventada y promovida por ellos para que nadie los piense hoy como prohombres de este oficio sino más bien como una excrecencia de la mala praxis.