A mediados de diciembre de 2018, la actriz Thelma Fardin acusó al galán Juan Darthés de haber abusado de ella cuando era una adolescente, menor de edad, en una gira artística. Su valiente actitud, años después de lo ocurrido, fue un detonante para movilizar a sus colegas y a la enorme mayoría de la población argentina en un capítulo más (e intenso) del creciente protagonismo de la mujer en su defensa de las cuestiones de género. Hace unas pocas semanas, este espacio de PERFIL fue el escenario de un cambio de gestora en la columna de la Defensora de Género: Diana Maffía se retiró de la función y fue reemplazada por Mabel Bianco, a quien este ombudsman reconoce como una de las más consecuentes y conocedoras especialistas en su materia.
Vale esta introducción para abordar un tema que no fue registrado por la columna de mi compañera de páginas en la edición del domingo 18, aunque tal vez lo haga en la de hoy: cuál es la actitud de los medios en general (y de este en particular) cuando un hecho de la magnitud del mencionado al comienzo involucra a personajes famosos, en algunos casos cercanos a la idolatría. Cuando sucedió lo de Fardin-Darthés, algunos
medios tomaron el caso con cierta liviandad, otros con aquiescencia respecto del acusado y la mayoría con tono de condena o –al menos– de registro crítico respecto del acusado. Ahora, el personaje es una estrella de la ópera que lleva décadas entre los tenores más amados por los seguidores del género y también por quienes no tienen la música como parte fundamental de sus vidas. Plácido Domingo era un intocable hasta que nueve artistas mujeres coincidieron en adjudicarle conductas abusivas hace años. Los medios españoles demoraron en publicar el contundente informe de la agencia Associated Press que reveló las acusaciones la semana anterior, una de ellas con nombre y apellido, y las restantes en off the record. Fueron horas, apenas, pero tiempo suficiente para definir que cuando un famoso (muy famoso, encumbrado) es calificado como abusador, los medios no acompañan la noticia con razonable énfasis y velocidad. Y más aún: cuando finalmente publican, deben esperar críticas de parte de su público. Es lo que le pasó al diario El País de Madrid, cuyo Defensor del Lector, Carlos Yárnoz, debió intervenir para poner las cosas en claro. Hubo lectores que criticaron la ausencia de identidades en los ocho testimonios reservados, y señalaron que la publicación no ejerció el chequeo necesario. La respuesta del medio fue que sí se chequeó la información, adjudicando a AP la condición de fuente confiable y responsable. En el caso de Fardin, su denuncia fue pública, en pantalla y sin edición, lo que le dio en su momento mayor contundencia.
PERFIL dedicó una página al caso del tenor y sus víctimas el domingo 18, aclarando que el artista continuaría su gira (con limitaciones, porque varios escenarios cancelaron los programas previstos con su participación).
Años atrás, las denuncias por agresiones físicas, abusos y violaciones con mujeres como víctimas –fueren estas célebres o no– raramente aparecían en los medios. El propio Domingo, a manera de descargo, dijo reconocer que “las reglas y estándares bajo los que somos (y deberíamos ser) juzgados hoy son muy diferentes de lo que eran antes”.
Estos vivificantes aires de renovación que vive el oficio de periodista ya no admiten marcha en reversa ni admiten intocables: los abusos sobre mujeres –del tenor que fueren– y los consumados por miles de sacerdotes enjuiciados, condenados o aun en libertad, merecen de parte de la prensa independiente un abordaje crítico, basado en información fehaciente y fundado en fuentes valoradas como certeras.